Lun 30.01.2006

EL PAíS  › EN TARTAGAL, MAS ALLA DEL AISLAMIENTO POR LA CRECIDA, LA MISERIA ES SEÑORA DE TODOS

Viaje a una tierra donde se cayó un puente

En el departamento salteño de San Martín viven 200.000 personas entre el desempleo, la falta de agua, medicinas y sanidad. Es un mundo de pobreza donde hace diez años nacieron los piquetes cortando rutas y que vuelve a la actualidad por la caída del puente que se llevó el río Seco.

› Por Cristian Alarcón
Desde Tartagal, Salta

El colectivo de la Veloz del Norte avanza a los tumbos hasta su nueva parada rumbo a Tartagal. Los pasajeros deberán hacer trasbordo en un viejo carro ferroviario. Así cruzarán el camino cortado, que se convierte en una nueva frontera, la que separa al resto del país de la región del olvido. El olvido –rechazado en pos de los derechos humanos violados en el pasado– se puede ver y escuchar con feroz actualidad en el departamento de General San Martín, donde 200 mil personas han pasado el último mes aisladas por el corte del puente sobre el río Seco. Hubo unas horas en que los camiones y las camionetas de doble tracción podían vadearlo por una especie de huella en el agua: un badén de piedras acomodadas a punta de pala mecánica en el torrente que baja de las serranías. La endeblez de la vía es tal que nadie en Ballivián, Tartagal, Aguaray o Pocitos cree en realidad que con el sol de ayer se pueda volver a usarla. La desocupación, el hambre, la represión, la falta de agua, de medicamentos para las urgencias, las necesidades de todo tipo, flotan sobre el agua del puente cortado, como cuerpos que nadie quiere ver. Allí donde comenzaron los piquetes hace casi diez años, comienza esta crónica.

Una camioneta del sesenta, azul, medio destartalada pero fuerte, va con la caja llena de gente por el difícil camino de tierra de la misión indígena “Kilómetro 6”. El hombre que por pedido del intendente acompañaba al cronista a un recorrido por la zona había sido involuntario testigo del drama de esta familia de wichís y chorotes. Lo habían contratado para trasladar el cuerpo muerto de una niña de dos años. El cadáver había quedado varado en Salta capital por el corte del camino. Como el sábado el río se calmó, entonces pudo irse tarde por la noche. Cuando llegamos salían de la reserva rumbo al entierro. Al asomarme a hablar con el cacique, se asomaba entre las piernas de los deudos la imagen de una mujer que lloraba arrodillada junto al pequeño cajón. Los seguimos rumbo al campo, en primera. Al kilómetro entraron por un sendero abierto en el monte, hasta un descampado. Entonces caminamos, en fila india. Llegamos al cementerio y allí la enterraron, después del sermón de un pastor de Asamblea de Dios, la iglesia evangélica en la que creen.

Niños muertos

El intendente Darío Valenzuela había hablado el día anterior de la misma tragedia en números: la mortalidad en el área es de 22 por mil, casi el cincuenta por ciento más que el promedio del país en 2004, y mucho más que los 16,4 por mil de la provincia de Salta durante el 2003.

Acompañada de una cifra que se hizo noticia cuando los piquetes salteños inauguraran una forma de protesta que marcó la década y que no se revierte, la desocupación asciende al 45 por ciento, con picos mayores en zonas como Aguaray. Nunca los salteños que vivieron la dorada época de YPF y luego su privatización se recuperaron del golpe. La política del gobierno de Juan Carlos Romero, acusan, ha sido segregarlos. Por eso pasó tanto tiempo sin que el puente fuera mantenido. Por eso las rutas y los caminos del departamento son a veces peores que los de un campo inundado en la provincia de Buenos Aires. Y fue por los caminos cortados que se fue desmejorando Leonor, la niña wichí-chorote, muerta finalmente el jueves por una desnutrición grave al no haberle parado la enterocolitis.

“Comenzó el 25 de diciembre, cuando le agarró diarrea y vómitos –cuenta su padre, Cornelio Soroco, hijo del cacique Esteban Soroco–. La llevamos por consultorio tres veces, pero los tratamientos se interrumpían porque la lluvia cortó el camino y no llegábamos a Tartagal. Como los esfuerzos de las máquinas están en el corte del río Seco, acá recién esta semana dicen que van a venir las máquinas”. Cornelio insiste en lacantidad de veces que llevaron a su hija hasta el hospital zonal de Tartagal, y luego a la salita que hay en la misión. “No es como me quiso decir una doctora, que nosotros la llevamos al estado de la desnutrición. Pero nos daban seis inyecciones, y un día entraban los enfermeros, y al otro, ya no, por el corte. Así se fue empeorando. Al final ya tenía convulsiones, por la fiebre.” En los días en que Leonor se enfermó de lo que lleva a la muerte a la mayoría de los niños fallecidos en la zona, algo crucial se complotó con el corte de ruta: se cortó el agua. De hecho las ciudades del partido pasaron Año Nuevo sin agua, sin luz y sin teléfono. Claro que el agua, coinciden todos los entrevistados, es el más viejo y peor de los karmas. Con esa agua que no se puede tomar y que llega de a ratos es que se alcanzan los records de pobreza que se ven en la zona. Según las visitadoras que de Salta llegaron el viernes a ver a los otros niños de la comunidad, sólo en ese paraje hay 15 menores de seis años desnutridos.

La frontera

En el peor momento los camiones hacían una fila que llegaba más allá de donde los ojos de doña Angélica y su nuera Nelly podían ver. Doscientos a un lado de la ruta, doscientos del otro. Ellas, las mujeres que hace diez años manejan ese puesto de madera antes del cruce del ex puente, vieron cómo se fue “partiendo” hasta que la correntada del 31 de diciembre se lo llevó. Y a los viajeros llegar a su rancho embarrados, mojados por la lluvia, cansados de haber atravesado el río caminando con el agua en la cintura, o desafiando la altura del puente ferroviario, quinientos metros más abajo, donde un niño, un hombre y una mujer mayor cayeron los cinco metros que hay entre el sendero y el río. “Acá les prestábamos ollas a los que se cocinaban. Y no aumentamos los precios. El sandwich de milanesa completo a dos pesos, porque la carne subió un cien por ciento. En las vías se instalaron otros que pusieron sus propios precios más caros para aprovecharse de los desesperados, pero los bagayeros y los changarines se venían a comer acá”, dice Angélica.

Los changarines son los hombres y las mujeres que se alquilaban para transportar los pertrechos de los varados por un camino de tablas endebles en el puente ferroviario, un costado de la vía por el que se avanza sin mirar a los costados. Los bagayeros son los que bajan ropa barata de Bolivia para revender en otras zonas del norte argentino. Como ya no hay tours de compras para los de las provincias vecinas por el corte, pelean vendiendo por las calles de Tartagal el sustento diario que escasea. Gracias a sus contactos con algunos “que pasan la frontera monteando por caminos secretos”, Angélica se hizo de cebollas, azúcar, y otros productos que empezaron a escasear con el corte. “Acá uno ve cómo persiguen a la gente, y el abandono de este gobierno de Salta que no nos considera argentinos. Todos sabemos que Romero dice que de Embarcación para acá no somos de Salta, que somos kollas”, dice la nuera, doña Nelly. La mujer de cara redonda y ojos rasgados no se reconoce indígena, y no quiere rastrear en su pasado de dónde vienen sus rasgos, pero a la teoría del gobierno la retruca con una simple frase: “Nos quieren joder, pero en realidad todos somos iguales”.

Empresas y pobreza

El monopolio mediático de la familia Romero, a través del diario El Tribuno, creó una particular crónica de los hechos durante el mes de corte. Tal como los procedimientos de Defensa Civil de la provincia que ahora se ven en el cruce –carpas con agua y hasta un vocero de prensa en la zona–, la gravedad de la situación fue reconocida recién hace una semana, sin que jamás la realidad social de la zona aislada se reflejara. En su editorial de ayer, el director Roberto Romero coloca a su hermano elgobernador en el lugar que le tocó jugar a Aníbal Ibarra tras Cromañón. “Ante una tragedia –dice–, los resortes de la politiquería se activan lanzando a sus militantes a una carrera en la que buscan salvar el propio pellejo o causar el mayor daño posible al adversario.” En la práctica, Romero ha sido consecuente. En la semana, cuando en Tartagal aterrizó el vicegobernador Wayar, lo hizo acompañar de 300 policías. Unos 150 piqueteros rodearon el hotel en el que se recluyó y le pidieron una audiencia. Les respondió con palos y tiros.

En el barrio más alejado del centro de Tartagal, frente al basurero municipal en el que se revuelcan los chanchos y come un burro gris y flaco, doña Clotilde Azuyares no tiene la menor idea de las versiones políticas del corte. Lo único que vino a enfrentarla a una falta más en la enorme lista de faltas a sus 68 años, es que cuando fue a la despensa se encontró que ni azúcar, ni cebolla, ni velas. En el fondo se ve a su marido, enfermo de próstata. Junto al chiquero, a su hija ya grande, ensimismada y rabiosa desde que no le paran los ataques de epilepsia. Ella no se queja. “Nos han dejado olvidados. Antes trabajaba de lavandera y la plata daba. Ahora a veces necesito para comer y mato un chancho”, dice en el portón. A lo lejos se ve cómo cruza lo que parece un puente pero es el caño que saca el gas de la provincia. “Acá hace años que vivimos así, nada de lo que ve usted es nuevo”, murmura y se acuerda de cuando ella tenía trece años y “La Evita” vino al pueblo, la vio vestida de blanco, bajar del tren y caminar por una alfombra roja hacia la iglesia. “¡Qué linda mujer era! ¡Cómo la lloraron! Dicen que trajo mucha ropa para dar, pero a mi no me tocó nada”, recuerda, aferrada a un gran tambor en el que los de la municipalidad le dejan agua, cuando vienen en el carro.

Los del municipio de Tartagal, 70 mil habitantes, corren en varios sentidos. “Cuando la empresa de agua no entrega agua, nosotros la llevamos. Vivimos haciendo lo que otros no hacen”, dice el intendente Darío Valenzuela, un joven arquitecto, del Partido Renovador de Salta (PRS). El hombre tiene una cuadrilla todo terreno que incluso paseó a este cronista por sitios claves. Son los mismos que cuando nadie quiso entrar al río intentaron contenerlo con plásticos antes de que el agua se llevara el puente. Pero es evidente que no alcanzan los recursos ni las manos. “Todo arrancó en los noventa, cuando cierra YPF. Lo primero que reventó fue lo social y económico, el trabajo, y entonces tuvimos piquetes. Hoy se derrumba la infraestructura. Aquí los arreglos de éstos los hacía YPF. Durante diez años no los ha hecho nadie, el abandono nos ha llevado al límite”, le dice Valenzuela a Página/12.

En el límite entre un lado del río y otro, sobre el carro ferroviario, un grupo de amigos, hijos de “ypefianos”, entre los 25 y los 30, se dan el lujo de irse a Salta para ver jugar a Boca. Ellos bajan de un poco más al norte de Tartagal, el pueblo de Aguaray, de unos 11 mil habitantes. Allí, dicen, la desocupación es la peor de la zona: supera el 50 por ciento. Casi todos los que fueron de YPF cobraron sus indemnizaciones, las malgastaron en comercios que saturaron rápidamente el ya chico mercado y ahora sobreviven en la indigencia y el abandono. “Vemos cómo la gente que antes tuvo su auto ahora deambula borracha por las calles. Vemos la injusticia de que cuando la refinería que le da gas a Bolivia, Chile y a buena parte de la Argentina está en Aguaray, ¡nosotros no tenemos gas!, se queja Silvio Faur, 26 años. Se refiere a Refinor, la destilería de Campo Durán y al resto de las empresas privadas que se quedaron con los recursos minerales de la zona: Tecpetrol, Panamerican Energy, Pluspetrol y Compañía General de Combustibles. “Nosotros tenemos el dique que le da agua a la provincia y no tenemos agua y vemos a los terratenientes que desmontan y pelan para sembrar soja y poroto para exportarlo. Nada queda acá y no emplean a nuestra gente”, dice Rojas, que sacó adelante el negocio de su padre, la soda. “No hay industria al punto de que para cargar el gastenemos que llevar las garrafas a Salta capital cuando el gas lo tenemos al lado –se lamenta–. El corte es una alarma que suena hace mucho pero nadie escucha.”

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