EL PAíS • SUBNOTA
Leonor fue enterrada ayer, víctima de una ruta de barro, una salita sin equipo, un comedor sin presupuesto y la absoluta indiferencia de un gobierno hacia los wichí. Una historia que se repite sin cesar en la zona del Tartagal.
› Por C. A.
Desde Tartagal
–Esto ya es un pueblo grande -.le dice el cacique de la tribu wichi, don Esteban Soruco, al pastor evangélico de pinta irlandesa, mientras examina las tumbas de sus antepasados en el cementerio indígena de la misión “Kilómetro 6”–. “Ya parecen haber más aquí que en la misión”, bromea con buena intención el pastor, de la iglesia Asamblea de Dios.
El cortejo fúnebre camina por el sendero que lo lleva al sitio donde han cavado la tumba para Leonor Marcial Soruco, la niña muerta, el angelito que sepultan hoy. Se les enfermó, como otros cinco de la misma comunidad el año pasado. El día de Navidad le dieron los vómitos y la diarrea. Ahora ya es tarde. Sus hermanitos y primos se alinean alrededor del pozo profundo y lo miran desde las faldas de sus madres. El cajón espera que lo aten con una soga gruesa y con los cintos del padre en luto y el del cacique lo sostengan para bajar y caer, pesado a pesar de la niña, sobre la tierra.
Una invasión de mariposas blancas revolotea en el horizonte verde del entierro. Las mujeres jóvenes de polleras largas en colores modernos son unas ocho. Las mujeres viejas, las abuelas, de pelo blanco, mirada escuálida y pañuelos, son sólo dos. Están juntas, desconsoladas. Los hombres jóvenes visten remeras de clubes de fútbol. Algunas propagandizan a un ex intendente romerista. Por sus rostros impávidos es difícil saber quién es la mamá de Leonor.
El sonido es el del monte, pájaros y bichos puestos a cantar de manera incesante. Entre todos se distingue uno con entonación, el crespín. Se escucha como suspendida en el silencio la voz del pastor. Lleva un viejo testamento de cuero en las manos. El hombre comienza por recordarles que comprende el dolor de ellos como alguien que ha enterrado a su propia hijita en el mismo cementerio, unas tumbas más allá. Les habla de la resignación y de la vida eterna para Leonor. Les dice: “Ella está en un lugar mucho mejor que nosotros. Sabemos que en nuestra zona tenemos que despedir muchos chicos así”. La abuela se siente murmurar en su idioma. Deja caer una lágrima. La seca con la punta de la blusa y deja ver su cuerpo ajado. Nadie mira nada más que el cajón, perdido a un costado de esas montañas de tierra.
El pastor los invita a orar. El lo hace en castellano, en voz baja, de forma tal que ellos puedan rezar en wichí por sobre su tono. Ellos, de a uno, y asincopados, oran con unas palabras cortas, dulces, aterradas. La abuela solloza sin dejar de hablar. La madre se quiebra entre todas las mujeres.
Al terminar, el pastor lanza un puñado de barro. Los demás se acercan y hacen lo mismo. Su madre no soporta la visión al acercarse y huye hacia atrás con los ojos tapados. Las mujeres la sostienen. La abuela la abraza por atrás como si agarrara un cabrito, con fuerza y con sabiduría. La madre de Leonor se deja llevar hacia atrás y espera en un rincón que los demás terminen con la ceremonia.
Los hombres jóvenes palean la tierra para cubrir la tumba. Tardan unos cinco minutos en dejarla como un nuevo y único montón. Entonces, la otra mujer vieja, más gorda que la abuela paterna, apisona los bordes de la tierra como si cerrara una empanada, con el pie. El cacique Soruco le quita la pala a uno de los muchachos y la golpea, con el reverso, sobre la tumba, aplastando la tierra marrón sobre la niña que fue su nieta.
Por fin los niños traen un ramo de flores rojas, de árboles. Una de las niñas prende dos velas. Otra abre una botella de plástico llena de agua, la abre y la deja a un costado de la tierra. No ponen una cruz. Se van en silencio, como llegaron, en fila por el sendero. En la casa el cacique dice que debe señalar tres asuntos. El primero es el del camino. Su nieta murió porque viven encerrados, no tienen salida. Ni ellos ni las otras 22 comunidades que hay a lo largo de los próximos 50 kilómetros de barro. Es increíble, dice, pero se trata de una ruta nacional. La provincia dice que debe arreglarla Vialidad Nacional. Ellos no conocen a esa gente, sólo hablan con la provincia. La segunda cuestión es el falso hospital que les inauguró el gobernador. Aunque no quiere criticarlo –en general las misiones no son críticas sino clientes del aparato–, debe decir que el gobernador prometió cuando vino y puso la piedra fundamental que equiparía, que estaría abierto las 24 horas, no que sería una salita con un pediatra que no puede entrar cuando llueve. La tercer advertencia es que en el comedor hace diez años que reciben 1560 pesos por mes para alimentar a 120 chicos. Pero ya son 200. Nadie se ha fijado en eso. Por eso los chicos toman agua que a veces tiene color. La última es una amenaza: “Lo único que hacen cuando nos matan así es hacernos pensar que si no protestamos nada conseguimos, así que si las cosas no cambian, en marzo, sí, en marzo”, los 1470 aborígenes de la misión cortarán la ruta.
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