EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Marcos Novaro *
Podría creerse que el gobierno de Cristina Kirchner está pagando los costos de una política redistributiva e innovadora con su conflicto con los productores agropecuarios, pero eso no es realmente cierto: en verdad, lo que paga es el costo de una política tributaria y fiscal conservadora, costo que se fue acumulando durante la gestión de su marido, y le ha estallado en las manos por haber tirado demasiado, y mal, de una cuerda ya muy gastada.
La discusión sobre las retenciones al agro suele enturbiarse con algunos malentendidos respecto de su naturaleza e impacto económico que hay que despejar: no son un impuesto a la riqueza ni a las ganancias, sino a la producción, y la diferencia no es menor. Lo pagan fundamentalmente los que producen (por eso los huelguistas del campo se llaman a sí mismos productores, y no sólo para disfrazar una condición patrimonial o de clase que los deslegitimaría, como suponen sus críticos) y los que no forman precios. De allí que ni los oligopolios que exportan ni las empresas procesadoras de alimentos, ni las que producen fertilizantes, ni los intermediarios estén impulsando, ni siquiera acompañando, la protesta: ellos saben que pueden descargar el impuesto bajándole el precio del grano a quienes lo producen, y que por estar dispersos en muchas unidades de distinto tamaño, distantes entre sí, por regla general tienen que ir al pie.
Por otro lado, y para peor, la actividad agropecuaria, contra lo que suponen quienes despotrican contra la “oligarquía terrateniente parasitaria y rentista”, tiene poco que ver con las actividades extractivas, ellas sí esencialmente rentistas, como son las mineras o petroleras: los que producen en gran medida son capitalistas de riesgo, no propietarios, o sólo parcialmente propietarios. La pregunta que con todo derecho ellos se hacen es por qué un capitalista agrario tiene que correr, además de con el riesgo propio de su inversión, y los impuestos comunes a todos los demás capitalistas, con otros que deprimen puntualmente el precio de sus productos, independientemente de si pierde o gana, y cuánto gane, produciéndolos.
La respuesta del Gobierno durante estos años ha sido que los precios internacionales excepcionales y la política oficial de mantener el tipo de cambio elevado justifican que el Estado, de un lado, retenga parte de las ganancias extraordinarias que la actividad reporta y, del otro, haga lo posible para refrenar los precios internos de los alimentos. Pero lo cierto es que esas dos razones han sido horadadas en los últimos tiempos, a medida que los costos e insumos fueron elevándose en dólares, la rentabilidad se achicó, y sobre todo se concentró: es decir, en el campo se sigue ganando dinero, pero cada vez está peor distribuido el esfuerzo y la rentabilidad, y ésta se concentra en los propietarios y en los que forman precios.
¿Por qué entonces, puede preguntarse el productor, no se cambia de política? ¿Por qué, por ejemplo, no se mejora la administración de los impuestos al patrimonio y, sobre todo a las Ganancias, instrumento universalmente usado para redistribuir la riqueza? La respuesta no es ya económica, sino política. Porque no es que no haya habido oportunidades para una reforma tributaria o para mejorar la administración de esos impuestos. Se prefirió no hacer ni lo uno ni lo otro: se dejó incluso por el camino varios proyectos de ley que apuntaban en esa dirección, generados en el propio oficialismo. En parte, porque se prefirió el camino más fácil en términos administrativos y de asignación de costos: las retenciones son más fáciles de cobrar, basta con parar un inspector en cada puerto, y su impacto como vimos se disipa hacia abajo en la cadena productiva, evitándose un conflicto frontal con las grandes empresas, que ven con malos ojos se meta mano en los precios, pero verían mucho peor se haga lo mismo con sus cuentas y sus beneficios, Pero, por sobre todo, se evitó una reforma de ese tipo porque habría implicado compartir más recursos con las provincias, y por tanto más poder con los gobernadores, dado que Ganancias es coparticipable. Nada más alejado de los deseos de los Kirchner.
Pero, si esto es así, el error del gobierno nacional ha sido mayúsculo, no sólo al jugar a la polarización entre productores y consumidores, enajenándose sectores que lo apoyaban (recordemos que en octubre le fue mucho mejor entre la clase media de los centros agrícolas que en la de las grandes ciudades), sino depositando en los gobernadores el monopolio de la voluntad y oportunidad para negociar: a ellos no les conviene en lo más mínimo que el entuerto se resuelva pronto y sin costos para la Nación.
El problema más serio, en lo inmediato al menos, es el de la polarización. Ella le fue muy útil al kirchnerismo hasta hace poco para alinear a sus seguidores y dispersar a sus adversarios, pero parece que ahora está sucediendo lo contrario. Y lo peor es que, ante las evidencias al respecto, la nota de violencia que toda polarización contiene tiende a reforzarse. El gobierno nacional debería tomar nota de los riesgos que corre por este camino, no sólo en relación con sus bases de apoyo, sino en su capacidad de mantener el orden, y recordar que ya en el final del primer peronismo se quiso refrenar las críticas que generaban las políticas económicas, no tanto por su amplitud reformista y audacia distributiva como por sus deficiencias en ambos aspectos, con un igualitarismo discursivo cada vez más virulento, y éste fue tan potente en movilizar el antagonismo de clase que ni el mismo Perón pudo lidiar luego con él.
* Sociólogo y profesor de la UBA, investigador del Conicet.
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