Lun 16.06.2008

EL PAíS • SUBNOTA  › DOS REFLEXIONES ABORDAN DIFERENTES ASPECTOS VINCULADOS CON EL CONFLICTO RURAL

Sobre el lenguaje y las instituciones

Los sentidos que encarnan las palabras de un personaje humorístico y su contraste con los lenguajes de la protesta agraria. La “descomposición institucional” como uno de los factores centrales en los últimos episodios del conflicto.

Por Horacio González *

“Bombita Rodríguez” y la historia

¿Por qué nos gusta Bombita Rodríguez? Este sutil monigote creado por Capusotto y Saborido, que en estos últimos tiempos está siendo comentado por gran número de personas, produce un sentimiento sorprendente, una feliz intranquilidad. Definido como “el Palito Ortega montonero”, despliega un alegre batiburrillo de palabras que no combinan entre sí, pero que al aparecer en conjunción introducen en el espíritu una severa incógnita sobre el funcionamiento del lenguaje. Si nos reímos de ese procedimiento que vulnera el sentido de las palabras desviándolas bruscamente de su lugar habitual, no por ello dejamos de preguntarnos si estaríamos así desbaratando la historia. Palabras que fueron el desconsuelo y la tragedia de miles y miles de personas, de repente son tomadas para un ejercicio paródico o convertidas en la fácil burla a una jerga maniática que pudo ser el subproducto cuestionable de una época, pero que muchos hablaron como talismán y apostura.

El fijador “La Orga”, con el que se peina Bombita, podría dar lugar a que las partes de una tragedia sean vistas ahora como un sarcasmo pasajero y módico. Pero hace décadas que las innovaciones en el periodismo escrito provienen de la capacidad de apelar a públicos que poseen sobreentendidos culturales diversos, de tal modo que uno de los tantos regresos agónicos de Maradona, pudo alguna vez ser titulado como “El mito del eterno retorno”, acudiendo un acervo cultural disponible que produce cómodos signos de distinción así como ciertos procedimientos aprobados de saqueo cultural. De ello viven los grandes mitos del lenguaje.

Sin duda, con el humor que acompaña necesariamente todo nuestro decir literal, queremos mostrarnos como seres sensibles, que no van por la vida creyendo necesariamente que cada frase pronunciada es una lápida en nuestra conciencia. Por eso “tomamos las cosas con humor”, lo que quiere decir que siempre sopesamos lo dicho y lo retrabajamos para usarlo en otros módulos y contextos. Aliviamos así la vida con el recurso a la ironía y otras armas plausibles del dislocamiento de las creencias. Hacer del lenguaje un collage permanente y aludir a sus estereotipos, hayan sido o no trágicos, es una forma de salvarnos para otras conversaciones que imaginamos únicas, fuera de toda repetición. Ese retorno de las frases hechas, que un día fueron graves, pero ahora son parte de un humor piadoso que las reproduce con autoindulgencia y ternura, es tan necesario que no suponemos que sean profanaciones, formas de despreciar los valores más queridos.

Bombita Rodríguez tiene una genealogía familiar basada en la fresca insolencia del pastiche, pues remonta a su madre Evelyn Tacuara. Con estos trucos, ha reencontrado el humor basado en una combinatoria disparatada. Pero se trata de un comentario sutil sobre la escurridiza genealogía de la política argentina. Dichos o expresiones enterrados en el derrotado secreto de nuestra lengua política aparecen así bajo una forma dichosa, irresponsable e ingenuamente blasfema. ¿Por qué nos sonreímos en vez de pedir orden y respeto para apreciar los recodos de la historia? Sabemos que el humor suelta gatillos escondidos y apacigua nuestra conciencia haciéndonos ver nuevas relaciones. El disparate ilumina el hecho de que el mundo tenía más conexiones que las que habíamos supuesto. El trabajo del poeta Néstor Perlongher con las siglas partidarias de los años ’70 también revela que, si bien pueden criticarse esas construcciones que petrifican el lenguaje, siempre son un atractivo punto de reflexión sobre la creencia de los hombres y el modo de perseguir sus deseos, lo que también incluye el de perfeccionar la lengua operativa, al precio de hacerla sumaria y cristalizada.

Nuevamente me pregunto: ¿por qué nos gusta Bombita Rodríguez? El ars poetica de Capusotto consiste en agrupar súbita e infantilmente, sin mediaciones, dos términos provenientes de universos incompatibles. El mundo de las culturas mediáticas con las jergas políticas más tipificadas, el recurso de lo grave con su mención en tono de farsa, las palabras sigilosas de los insurgentes con objetos cotidianos que las hacen irrisorias. Pues bien, son los procedimientos de la risa, ritos inmemoriales que obligan a ampliar la visión del mundo conectándolo con el caos previo a la inspiración. Se trata quizá de reiniciar todo otra vez, poniendo el lenguaje transcurrido en mano de los comediantes, los juglares díscolos, los payasos tiernos. Basta recordar el juego de transmutaciones chaplinescas en El gran dictador para percibir cómo este tipo de humor, que con su red captura todo lo hablado en momentos de peligro, puede ofrecer un punto de vista generoso sobre la historia, con personajes salidos del arte que hace contorsionar los caracteres, discursos y vestimentas.

Bombita Rodríguez descansa en una interpretación de audacia plástica e ingenio paródico. Como pantomimo contorsionista, Capusotto es igual a la forma en que tritura y recompone absurdamente el lenguaje. Su histrionismo acude a incesantes travestismos y entrega personajes que parten del clisé y lo hacen estallar en un punto del lenguaje graciosamente insensato, como en el nombre del cantante “Luis Almirante Brown”. Son candorosos fantoches que llaman a la indulgencia y a la conmiseración reflexiva, y por eso podemos considerar que el método de la irreverencia con las genealogías políticas argentinas desentumece el pensamiento. Más en este momento. La lucha política a la que asistimos, donde se intenta desestabilizar a un gobierno que lanzó su mirada hacia los mismos años de los que Capusotto extrae su galería de polichinelas del lenguaje, revela también el intento de reutilizar vicariamente, en forma truculenta, los pedazos sueltos de una historia devastada. Cuando el Sr. De Angeli lanza desde la ruta, “con su rostro curtido de hombre laborioso”, un pensamiento que parece candoroso –“las retenciones son un producto de la Revolución Libertadora”– está acudiendo también a un desparpajo contorsionista, que junta conceptos opuestos, confiscando los sentidos clásicos y las interpretaciones verdaderas. Son también los mecanismos de la inversión y reapropiación poderosa de los restos de la historia nacional, a los efectos de su vaciamiento. Desmonta sentidos para seguir con las mismas palabras. Bombita Rodríguez, en cambio, desmonta palabras para encontrar nuevos sentidos.

* Sociólogo, profesor de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA), director de la Biblioteca Nacional.


Por José Natanson

Gelatina institucional

Surgido como una poderosa corriente teórica a principios de los ’90, el neoinstitucionalismo –o al menos sus variantes más interesantes– fue una respuesta inteligente a las recetas neoliberales a libro cerrado. Con los años, como había sucedido antes con el marxismo o el keynesianismo, fue pasando de los desarrollos pioneros de Douglas North a una versión simplificada y caricaturesca, y hoy sobrevive en la forma de un republicanismo abstracto que achaca todos los problemas del país a la ausencia de reglas de juego o la falta de división de poderes.

Pero la idea central del neoinstitucionalismo no estaba mal. Consistía básicamente en recuperar el lugar epistemológico de las instituciones, devolverles su valor explicativo, en base a la noción de que no determinan el rumbo de un país pero que –junto a otros factores, como la estructura económica, el cuadro social, los poderes fácticos, las influencias externas, etc.– sí contribuyen a orientarlo. “Las instituciones importan”, fue el slogan, casi un grito de guerra, que resumió aquellos planteos.

El neoinstitucionalismo original no limitaba su definición de instituciones a los artículos de la Constitución, que por otra parte no constituyen un cuerpo perfecto de regulaciones y prohibiciones sino una base normativa que admite tensiones y hasta contradicciones, que evoluciona y cambia. Si no fuera así, la Corte Suprema, cuya primera función consiste en interpretar la Carta Magna, sería una computadora y no un conjunto de jueces. Pero lo central es que los desarrollos neoinstitucionalistas más sofisticados consideraban a las instituciones como un conjunto amplio de normas, regulaciones y prohibiciones, algunas legalmente plasmadas y otras cristalizadas en las costumbres y la cultura.

Esta visión más amplia ayuda a entender la seguidilla de episodios de los últimos días, que revela la descomposición institucional de la Argentina en toda su magnitud, no sólo en términos de superpoderes y decretos –aunque en ese aspecto, por supuesto, también–, sino de un modo mucho más profundo.

En primer término –siempre hay que empezar allí–, en el lugar en el que se ha puesto el Gobierno: un callejón de difícil salida, resultado del estilo decisionista –y políticamente poco hábil– con el que manejó la crisis y, al mismo tiempo, del constreñimiento de un mandato autoimpuesto: la imposibilidad de reprimir con violencia al estilo de Rodríguez Zapatero, que ya va por los dos muertos. Se trata en este caso de una autolimitación que no está escrita en ninguna ley, pero que es tan poderosa como un artículo cualquiera de la Constitución y que, por lo tanto, constituye una institución en el sentido más exacto de la palabra.

La fragilidad institucional también se ve en el otro bando. El hecho de que una organización centenaria, con una historia densa y una estructura de despliegue prácticamente nacional como la Federación Agraria sea incapaz de exhibir una actitud no ya constructiva, sino al menos consensuada, es una muestra más de un contexto institucional cuya descomposición lo permea todo. Lo mismo con los dirigentes de la oposición, cuyas posiciones de estos últimos días –con las notables excepciones de Hermes Binner y los diputados del SI– los ubican al filo de los posicionamientos antisistema.

La degradación institucional es el resultado de una serie de tendencias profundas que se remontan al origen mismo de la Nación y que han hecho de la Argentina -–citando a Hugo Quiroga– un país en emergencia permanente. Aquí, como en otros sitios de América latina, los déficit institucionales se acumulan, las instituciones se descomponen y cambian con demasiada velocidad. Las mediaciones son débiles o no existen y por momentos pareciera que ni los funcionarios a cargo del área, ni los líderes sectoriales, ni los jefes de las administraciones provinciales o municipales cumplen su papel, y que sólo una fina capa de gelatina institucional se interpone entre la autoridad presidencial y los grupos descontentos.

Aunque conviene poner en duda la idea de que las malas instituciones conducen automáticamente al atraso económico, pues existen muchos casos de países que progresan (China) o que alcanzaron un alto nivel de desarrollo (Italia) bajo contextos institucionales degradados, de todos modos hay que admitir que nos están haciendo la vida bastante insoportable.

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