EL PAíS
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Lula y el pos-neoliberalismo
Por Atilio A. Boron
La consagración de Lula como nuevo presidente del Brasil es un acontecimiento cuya significación rebasa con amplitud los marcos latinoamericanos. Si el neoliberalismo exalta la dictadura de los mercados y reduce la democracia al triste simulacro ensayado por sus voceros y sirvientes, el mensaje que en dos oportunidades envió el pueblo brasileño es que llegó la hora de comenzar a gobernar bien. Y esto no es otra cosa que tornar efectivo el aforismo de Lincoln cuando dijera que la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. ¿Podrá Lula honrar este mandato?
No será tarea fácil, pero tampoco es imposible. Ya no se trata, como en 1989, de poner al Brasil a salvo de la peste neoliberal que lo amenazaba bajo la sonrisa seductora de Collor de Melo; o de rescatarlo de sus primeros estragos, como en 1998. Ahora la misión es mucho más compleja porque la famosa “destrucción creadora” del capitalismo ya ocurrió. La crisis del neoliberalismo estalló con violencia en Argentina, luego en Uruguay, después en Perú y si en Brasil no llegó todavía a esos extremos tampoco está tan lejos de ellos. Por eso uno de cada cuatro electores brasileños rechazó explícitamente la continuidad de tan nefasta política y Serra, el candidato oficial, tuvo que hacer un papelón electoral porque encarnaba un modelo económico que concitó el repudio masivo de la ciudadanía.
En este sentido, lo novedoso del caso es que el PT es el primer partido que debe hacerse cargo del gobierno después del diluvio neoliberal, con el mandato de poner en marcha un programa pos-neoliberal de reconstrucción. En Argentina, siempre pionera en materia de infortunios, el derrumbe del neoliberalismo ya fue consumado pero su alternativa política aún no está a la vista. En Uruguay aún faltan dos años para la renovación presidencial, pero ya las encuestas pre-electorales vaticinan el triunfo del Frente Amplio. En Brasil, en cambio, la faena debe hacerse ya, sin dilación alguna. Los pesimistas ensayan una comparación obscena entre el nuevo gobierno brasileño y la Alianza argentina. Pero las diferencias son demasiado significativas como para ser pasadas por alto. Primero, Lula no es De la Rúa. Aquél es una persona de una consistente trayectoria de izquierda y un líder obrero y popular; el nuestro fue, como aseguró jubilosa La Nación al día siguiente de su elección, en 1999, el presidente más conservador que asomaba a la política argentina desde la década de los cuarentas, y que sólo la prestidigitación mediática de los aliancistas pudo hacerlo aparecer como un hombre de “centroizquierda”. Segundo, debajo de De la Rúa no había nada, salvo los lobbies del capital. La UCR ya era un cadáver apenas resucitado por las mañas de Alvarez y Cía. El PT, por el contrario, es un enorme partido de masas, con una sólida identidad de izquierda y con un compromiso militante con el futuro democrático y socialista del Brasil que no va a ser nada fácil desoír, suponiendo que esa fuera la intención de Lula. Tercero, que el estado de ánimo del pueblo brasileño en estos días va a empujar con fuerza al gobierno de Lula hacia el cumplimiento de su programa de transformaciones sociales, para acabar con el escándalo que significa el hecho de presidir sobre uno de los países a la vez más ricos y más injustos del planeta. La palabra que pude escuchar cientos de veces, en San Pablo y Río en esta semana, fue “esperanza”. Y ésta la pronunciaban no sólo los militantes del PT sino la gente común, que sabe que otro Brasil es posible y que confía en que Lula podrá comenzar a recorrer ese camino. Cuarto y último, por su gravitación internacional, por su enorme extensión geográfica, por el tamaño de su población, por la complejidad de su estructura económica, un presidente instalado en Brasilia cuenta con un margen de maniobra inimaginable para cualquier otro de la región. Puede hacer cosas, y gobernar es hacer, no hablar. Además, como si lo anterior fuera poco, Lula llegó al gobierno con un número de votos comparable al que consagrara, en elecciones pocolimpias, a George Bush Jr., lo que no es poca cosa si es que la carta de la legitimidad popular se juega inteligentemente en la arena internacional.
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