EL PAíS
• SUBNOTA › EMA CIBOTTI *
Comienza otra historia
“La Argentina es el país donde el sentimiento de la justicia está más lejos de la conciencia pública, y donde la injusticia y la inseguridad reinan en su mayor alcance...” “Los jueces argentinos gozan de escasa fama, la justicia es lentísima (...) Mi impresión sincera, y la escribo sin vacilar, es que en este país la coima corre siempre, ante todo cuando están de por medio los grandes negocios estatales.” Este duro juicio pertenece al periodista italiano Genaro Bevioni. Lo escribe en 1910 en el libro que registra lo que ha visto durante su estadía para la celebración del Centenario de la Revolución de Mayo.
¿Cuánto de nuestro presente se refleja en aquel espejo lejano? Mucho, sin embargo, y a pesar de quienes quieren que aquella imagen siga intacta, es mucho más lo que está cambiando. Pues ¿qué reclaman vastas capas de la población a lo largo y ancho de nuestra nación, sino justicia? Persiguen justicia a secas. El reclamo se ha hecho carne en la conciencia pública y entraña toda una novedad cultural. Aquella Argentina del espejo que conoce Bevioni, la del ganado y de las mieses, desprecia la ley, mientras la actual clama cada vez más fuerte contra la corrupción y contra toda forma de impunidad. ¿Qué origina este profundo cambio cultural, que tiene sobre ascuas al conjunto de la dirigencia argentina? Vayamos de ayer a hoy.
A comienzos del siglo XX, la Argentina ya es un país singular. Singularmente rico. En ese contexto, la experiencia de la escuela pública que impulsa en una generación a los argentinos hijos de inmigrantes a la propiedad, a la Universidad, a los cargos públicos, y a la política no tiene tampoco parangón en el mundo. Nace atada al ritmo de vértigo del progreso material que tiene la Argentina en 1900, ritmo que anima entonces todas las expectativas de ascenso, se concreten éstas o no. Sin embargo, como señala Bevioni, hay muchos otros testimonios al respecto, esa sociedad pujante es poco afecta a sujetarse a la ley y su desarrollo institucional es débil en función de su aparato productivo. La oligarquía que gobierna no es sometida a sanción social alguna por la anomia reinante.
¿Por qué aquella Argentina no exige vivir cotidianamente bajo el amparo de la ley como sí lo hace la actual? Tal vez porque cuando las expectativas generales son de progreso rápido, de veloz movilidad social ascendente no se necesita la garantía de la ley ni la protección de la norma. Para qué, si en una vida se logra obtener lo que en cualquier otra sociedad lleva por lo menos dos. Creo que es posible hallar en ese contexto de partida esa suerte de falta de apego a la norma que caracteriza, durante décadas, de hecho hasta la de los 90 inclusive, las prácticas sociales de los sectores medios y altos de nuestra sociedad. Recién, a partir de 1983, después de la feroz dictadura militar, emerge el reclamo de justicia como un reclamo amplio y popular. Pero se mantiene vigente la famosa frase “roban pero hacen”, el valor de la ley parece solo asociado al hábeas corpus. Los sectores medios emulan las conductas depredadoras del poder económico cada vez más concentrado sin considerar necesario imponer límites al abuso, sin advertir que hay que ponerle coto. Durante la primera presidencia de Menem, que recicla la figura de Martínez de Hoz, se impone la idea que el país actual crece a pesar de la impunidad, idea que la farándula política convierte en un valor de exportación.
El cambio cultural precipitado en el transcurso de la última década es total. Vastas capas de la población, y no sólo las pobres víctimas del gatillo fácil, perciben ahora que la ley es necesaria para preservar una situación adquirida, o para alcanzar gradualmente una condición deseada, sea ésta la que sea, o para defender lo propio que también es lo común, desde la vida hasta un bien material, porque el abuso domina, y toda pérdida es sentida como irreparable. La idea de detener el bien público asoma en el contacto ciudadano.
Ese cambio cultural es producto de la crisis económica que omite toda visión de futuro a corto plazo pues la aspiración a la movilidad socialascendente ha desaparecido del horizonte nacional. Quedan afectadas las expectativas de los sectores medios ya que el mito de M’hijo el dolor es un sueño extinguido, pero también sufren las de los trabajadores que podían construir su vivienda y mantener a sus hijos en la escuela durante todo el ciclo completo.
La demanda de justicia que hoy reclama el movimiento social de las cacerolas, es profundamente política, es una demanda democrática que implica inclusión, participación, pertenencia, construcción de otra utopía social integradora, y lleva como bandera el respeto de la igualdad ante la ley. Junto a los aires de refundación, falta saber sobre qué bases materiales, sobre qué bases productivas se pude hacer la Argentina de mañana que acaba de enterrar el mito del ascenso social y reconoce que el imperio de la ley es la última garantía que queda para seguir siendo nación.
* Historiadora, miembro del Foro de Mujeres contra la Corrupción.
Nota madre
Subnotas