Vie 22.11.2002

EL PAíS • SUBNOTA

Abrazos, aplausos y una misa para el procesado

› Por Horacio Cecchi

Quince minutos antes de las cinco de la tarde, demacrado después de 27 días en retiro judicial y forzoso, pero rodeado de amigos, feligreses, sus dos hermanos Juan José y Osvaldo, la hermana superiora Zulma (su custodia legal) y por sus amados niños, el padre Julio César Grassi inició su primera misa después de la cárcel, en la Fundación Felices los Niños. Fue una formidable puesta en escena: como lugar de reunión se optó por el teatro y no por la capilla, más pequeña; un cartel rojo sobre el telón de fondo aclaraba “Nuestro único padre es Julio César Grassi”; los spots del teatro apuntaban sobre el altar; las butacas eran ocupadas por una multitud que no se cansó de dar gracias a Dios y grassias al padre; llovieron loas y alabanzas, clapclaps, ostias y bendiciones, mientras las cámaras registraban primerísimos planos del cura. A las seis de la tarde, puntualmente, cumpliendo las instrucciones judiciales, Grassi volvió a ser el cura de la libertad bajo coerción atenuada.
El día empezó radiante para el padre. Se levantó temprano, desayunó, se aseó y acicaló prolijamente frente al espejo y se enfundó en su saco. Le colocaron las esposas y abandonó la celda de la DDI de Merlo, donde pasó detenido los últimos 27 días. Un patrullero lo esperaba para trasladarlo hasta el juzgado 1 de Morón donde la jueza Mónica López Osornio debía decidir sobre su condición futura. A las 11, el trámite quedó resuelto, y poco después Julio César Grassi salía con las muñecas libres pero unidas en actitud de rezo. Un grupo de simpatizantes con pancartas y bombos lo vitoreó mientras los medios de prensa se apretujaban a su alrededor.
No fue nada. En realidad, la recepción recepción, el deseado homenaje, tendría lugar más tarde en Hurlingham, en el solar de la Fundación Felices los Niños. Después de retirar sus pertenencias de la DDI de Merlo, y diez minutos antes de las dos de la tarde, hizo su ingreso en la fundación donde lo aguardaba una multitud que lo ovacionó.
“Primero quiero ver a los pibes”, se excusó ante los periodistas y de inmediato se arrojó sobre una marea humana que lo alzó en andas al grito de “¡olé, olé, olé, padreee, padreee!”. Los había de todas las edades y sexos, rostros embargados de felicidad, un racimo del viñedo alrededor del señor. Lo llevaron en sillita de oro hasta una estatua desde donde se dirigió a los presentes. “Perdón por el momento que tuvimos que pasar –dijo–. Vamos a seguir adelante.” Después se dirigió a la capilla Santo Domingo Savio. No fue para una celestial misa, sino para una terrenal conferencia de prensa. Lanzó dardos contra la “justicia corrupta”, contra el “fiscal Adrián Flores, el juez Alfredo Meade, la fiscal Rita Bustamante y la jueza de Menores de San Isidro Ravera Godoy”, o sea, quienes en definitiva lo acusaron legalmente, habló de complot y de que continuaría trabajando para la felicidad de los niños. Siguió una ducha reparadora y, ya repuesto, se encaminó hacia la bendición, la gran fiesta de homenaje al padre procesado.
La misa en scène tuvo lugar no en la capilla sino en el teatro escuela Luis Sandrini. La elección fue estratégica: tenía el triple de capacidad. Todo revestido de casual look: el cartel sobre el telón de fondo alabando al padre; el altar colocado sobre el escenario; la escalinata cubierta de amados niños; cuatro perritos de la calle adoptados; y retirados pero presentes al fin, los dos hermanos del padre, Osvaldo (en cuya casa posiblemente radique su domicilio legal) y Juan José (conocido porque desde el primer día salió en defensa de su hermano y porque días después salió en defensa propia, procesado por estafa), y la hermana superiora Zulma en función de custodia. Quince minutos antes de las cinco se largó la misa. El texto bíblico seleccionado no fue el que corresponde al profeta Ezequiel ni al arcángel San Gabriel. Grassi también tuvo ánimo para dirigir algunas palabras a sus feligreses.
Eligió un cuento que recordó en la celda. Se refería a una almeja. “Una ostra, una almeja, ¿saben a qué bichito me refiero?”, preguntó el cura,mientras una amada niñita de no más de cinco y con un brazo enyesado, al pie de la escalinata y entre risas, respondió “conchita”. “Sssht”, le sopló la maestra. “Canchita”, corrigió traviesa mientras Grassi continuó su autoalegoría de la perla. Siguió el reparto de ostias a una interminable cola. Y la retirada, entre besuqueos, abrazos, la impulsiva necesidad de al menos rozarle un hombro al cura santo. Al final, en la puerta del teatro Sandrini, mientras el coro de feligreses gritaba al periodismo “¡Dejenló, clap clap clap, dejenló!”, Grassi soltaba a la prensa un lamento textual: “Los chicos, cuando yo me fui, sintieron que les habían sacado algo”. Eran las seis de la tarde en punto. Grassi, a bordo de una camioneta donada por Citroën, comenzaba a cumplir con el horario de protección al menor.

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