EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Luis Bruschtein
Si el clima social fuera el descripto todos los días por los grandes medios, este 25 hubiera sido imposible. Y no porque los millones de personas que participaron fueran oficialistas u opositores, sino porque no eran caracúlicos ni mala onda. Es imposible adivinar por quién votó o votará esa muchedumbre, pero si fueran ciertas las sensaciones predominantes según los medios, esa gente no hubiera ido, o lo hubiera hecho con fastidio o se hubieran producido hechos de protesta, discusiones callejeras, alguna volanteada. Si alguien lo pensó o quiso hacerlo, evidentemente desistió. No había lugar para eso. La gente hubiera reaccionado mal.
El Gobierno no partidizó el Paseo del Bicentenario ni los recitales. Alguna bandera perdida en el océano de personas puso una nota mínima sin romper. Pero la carga ideológica estuvo en toda la conmemoración. La decisión de hacerlo participativo y en un paseo público, los desfiles de inmigrantes, de pueblos originarios, de pueblos latinoamericanos, los artistas populares de todo el continente, las frases que se pasaban desde el escenario, de Jauretche, Moreno, Belgrano, Evita, San Martín o el Che. Más los locales de las Madres y las Abuelas en pleno paseo o la nueva sala de luchadores latinoamericanos en la Rosada, y la propia presencia de los presidentes de los países de Sudamérica, los más progresivos, con excepción del chileno Sebastián Piñera. Todo eso dio forma por sí solo a una propuesta. Nadie podrá decir que este Bicentenario se conmemoró de forma burocrática.
Hubo mucha gente del interior y del Gran Buenos Aires. Y, en general, los más de a pie de la Capital. Desde el viernes hasta el martes, ya fuera en los recitales o recorriendo los stands, había una alegría sin aspavientos que se extendía por toda esa marea humana que seguramente tiene pensamientos políticos disímiles. Ayer, Constitución, Once y Retiro vomitaban contingentes de personas que llegaban con sus banderitas y, a la noche, todo el mundo quería que siguiera el 25, que no terminara, que nunca llegue el 26.
Los dos Tedéum famosos, la embestida de Macri contra el Gobierno y la consecuente ausencia de la Presidenta en el Colón o el Cobos no invitado a la cena, que fueron amplificados por los medios como preámbulo de la conmemoración, no hicieron mella. Por lo general, esos microclimas mediáticos crispados casi nunca pueden tener constatación inmediata. O sea, saber si lo que se dice que sucede, sucede en la realidad. Pero esta vez sí la hubo y fue un fracaso para los grandes medios. Lo que no hubo fue gente con los pelos parados despotricando con furia, o desaforados provocando peleas y largando exabruptos como se ha visto otras veces.
Un sector de la izquierda hizo su acto en la zona de Congreso. Prefirió no acercarse al Paseo del Bicentenario. Tampoco estuvieron los “partidarios del campo” o amigos de los represores que suelen juntarse todos en una mezcla extraña y explosiva a la que después muchos medios suelen mostrar como víctimas. Hubieran chocado con el ánimo de esa gran muchedumbre que fue la protagonista real de este Bicentenario. Millones de personas en la calle que asistieron a un modelo de país que se propuso y a una interpretación de la historia.
Allí hay tela para el debate, igual que en el desfile final, donde cada escena tuvo la carga simbólica de una atómica para un modelo y una versión del pasado que son exactamente contrapuestos. Y que además han sido los dominantes muchos años. Esa versión nunca hubiera soportado cuadros del Che, Sandino, Farabundo Martí, Evita, Zapata y Salvador Allende en la Rosada ni aun cuando hayan sido donados por los países donde nacieron esos luchadores. Es un viaje, como dicen los pibes. En esa galería hay símbolos poderosos que le pisan los callos a la derecha.
Fue un Bicentenario con una propuesta presentada con mucha calidad y sin estridencias. Y con una masa ciudadana de millones de personas que escucharon y propusieron también con respeto. Mañana será otro día.
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