EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Mario Wainfeld
Mariano Ferreyra, un estudiante y militante popular de 23 años, fue asesinado a plena luz del día ante cientos de personas, en la Capital, con policías federales cerca o al lado. Demasiada sangre ha corrido en la Argentina, en especial de jóvenes. Estremece la repetición, induce a pensar en regresiones eternas, en prioridades absolutas que no se garantizan. Un homicidio tiene autores materiales y eventuales instigadores, urge identificarlos. En ese sentido fueron correctas las prontas declaraciones de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y del jefe de Gabinete, Aníbal Fernández. El Gobierno condenó inmediatamente el crimen y se comprometió a dar pronto con sus “autores materiales e intelectuales”. De cualquier manera, esa respuesta, imprescindible, sería parcial e imperfecta. Cumplir con la ley penal no bastará: no ocurrió un crimen común, sino uno político, respecto del cual rigen otras reglas, presunciones y exigencias.
Claro que es imperioso dar con los autores del homicidio y someterlos a proceso, en el que regirán la presunción de inocencia y todas las garantías para los acusados.
Pero también estarán bajo la lupa los sospechosos de responsabilidades gremiales, empresariales, públicas o de gestión. Para ellos no valen las normas penales: si se los acusa con algún fundamento deben probar su inocencia. En la arena pública se invierte la carga de la prueba. Los líderes de la Unión Ferroviaria (UF), los sindicalistas que son sus aliados, la Policía Federal y las autoridades que la conducen deben demostrar que obraron con apego a la ley, que no coadyuvaron ni instigaron el ataque armado, que no fueron negligentes para evitarlo.
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Al cierre de esta nota es prematuro individualizar culpables, pero todas las pruebas conducen a la patota de la Unión Ferroviaria (UF). Los testigos, las imágenes difundidas por televisión, las crónicas periodísticas, los muestran en plan de ataque. Un dirigente de la UF, Pablo Díaz, se autoinculpó con brutal franqueza, seguramente sin quererlo. Reivindicó para un gremio el uso de la violencia legítima (que es monopolio del Estado) al proclamar que no dejarán cortar las vías. Esa conducta es ilegal, un ejercicio “justiciero” por mano propia. El comunicado de la UF también perjudica a sus firmantes. Nula contrición y autocrítica, sólo para empezar. Y una “confesión” inverosímil: se asume haber portado elementos agresivos pero no armas de fuego. La excusa es, a la luz de los hechos, una cínica afrenta a la inteligencia. Se pretende que hubo un enfrentamiento entre dos grupos: uno calzado, el otro con palos. Pero todas las balas (lanzadas con ímpetu homicida, como que hay otras dos víctimas en grave estado) impactaron en el cuerpo de los presuntos agresores. El sentido común, que hace sinergia con la trayectoria de los sospechosos, pone en el banquillo a los hombres de la UF. ¿Militantes, barrabravas, trabajadores puestos a matones? A veces la línea entre esas categorías es menos clara que su enumeración. De cualquier forma, tanto da: en ese trance obraron como una patota más profesional que enardecida.
Como no hay un imputado, sospechoso o procesado, la investigación es llevada por la fiscal Cristina Caamaño, que tiene buena reputación entre sus pares y en Tribunales. Corre contra reloj. Cuenta con elementos de prueba abundantes: muchos testigos, material fílmico de varias procedencias.
Los popes de la UF, empezando por su secretario general José Pedraza, son sospechosos de primer nivel. Es la suya una historia de decadencia. Los llevó del sindicalismo combativo contra la dictadura al entreguismo en los noventa, de la presencia en las calles a sillones de directorio, de poner el cuerpo a escudarse en grupos de choque. De ser representativos a perder legitimidad, defendiéndola con chicanas legales o con manoplas, para empezar.
Cuesta creer, porque es disparatado, que los “muchachos” de pechera verde que se dejaron ver, ostentando prepotencia y aguante, fueran una patrulla perdida. La conducción gremial es responsable por las personas que encuadra, por quienes la representan o invocan su autoridad.
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Menos ostensibles, los empresarios del sector también deben ser escudriñados. La tercerización, la supresión de garantías legales básicas son herramientas habituales, de las que se valen para potenciar su lucro y disminuir sus responsabilidades legales y sociales. Sus cómplices y eventuales socios, los sindicatos amarillos y vaciados, tienen más culpa porque abandonan a sus compañeros de clase. Pero las patronales que se valen de ilegalidad y apañan la violencia que los favorece también deben ser puestas en cuestión.
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Muchos manifestantes denunciaron que hubo una “zona liberada” por la Policía Federal para dejar hacer a los atacantes homicidas. Otros observadores, más cautelosos, mencionan una grave negligencia al no tener efectivos suficientes para impedir el enfrentamiento, como sí se hizo en las vías, en provincia.
Pronunciarse ahora sobre las denuncias sería aventurado. No lo es que la negligencia o las zonas liberadas son conductas recurrentes de los uniformados. Las fuerzas de seguridad dejan mucho que desear en su comportamiento cotidiano, las sospechas aluden a conductas preexistentes, no a una fantasía ocasional.
Los federales deben ser investigados, seguramente por autoridades ajenas a la fuerza donde prima un nefasto espíritu de cuerpo. El propio Gobierno, que en general le concede a la Federal una confianza que no se corresponde con sus desempeños visibles, deberá extremar el activismo y comprender que, cuando se derrama sangre de argentinos, rige la máxima de la mujer del César.
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Toda muerte joven es una tragedia, todo asesinato lo es por partida doble. Ninguno cobra sentido merced a acciones ulteriores, porque cada persona es única y cada vida irreparable. Pero conmociones atroces suscitan, en sociedades complejas y vivaces como la Argentina, cambios postergados. Así sucedió con el asesinato del conscripto Omar Carrasco y el servicio militar obligatorio, por ejemplo. El homicidio del joven Ferreyra debe, necesariamente, reavivar el debate sobre el sistema sindical argentino, la dudosa legitimidad de algunos de sus emergentes, la imperiosidad de reconocer nuevas formas de representación o agremiación, centrales alternativas. Y también desmadejar la perversa trama de la actividad del transporte de pasajeros, en la que gremialistas, patrones y empresarios suelen usar “los tres sombreros”, demasiado entreverados, demasiado cercanos.
Hoy será una jornada de recogimiento, emoción, lucha y movilizaciones, que debería transgredir las tradicionales fronteras del oficialismo y la oposición. La vida humana es un límite infranqueable, deslinda fronteras.
En momentos tales, las autoridades y las fuerzas de seguridad tienen la obligación de redoblar su contención y su templanza. El dolor, la bronca, los desbordes incluso, forman parte de las pasiones democráticas a custodiar por los poderes públicos. Quienes pararán, cortarán vías, marcharán o formularán protestas de todo tipo tienen, en principio, derechos y motivos. Mientras no vulneren leyes esenciales, es imprescindible dejarlos, cuanto menos, expresarse y demandar.
Al mismo tiempo será necesario revisar todas las responsabilidades en danza.
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