EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por José Natanson
La inmigración de los países limítrofes no es nueva. Como sostiene Roberto Venecia (Modelos contrapuestos en la integración de los migrantes en la sociedad argentina), en un comienzo, entre fines del siglo XIX y principios del XX, primaban los uruguayos. Luego se fueron sumando paraguayos, chilenos y bolivianos, distribuidos entre el área metropolitana de Buenos Aires y el interior del país, en particular en las zonas fronterizas con alta demanda de mano de obra: la agroindustria azucarera en el noroeste, Mendoza en tiempos de cosecha de la vid, las áreas algodoneras de Chaco y las tabacaleras de Corrientes.
Como en tantas otras cosas, el neoliberalismo de los ’90 generó un efecto profundo en los flujos migratorios. En primer lugar, el tipo de cambio bajo habilitó salarios altísimos en dólares, que hicieron muy atractiva la opción migratoria para aquellos que provenían de países con monedas devaluadas, en particular Bolivia y Perú. El primer impulso de crecimiento de la convertibilidad (a tasas chinas entre 1991 y 1994) generó una prosperidad que multiplicó las opciones laborales de los recién llegados.
La literatura especializada coincide en que, una vez establecidas las primeras redes, los costos de la migración disminuyen y se incrementa lo que los economistas, esos creativos del lenguaje, denominan la “tasa de retorno”. Esto explicaría que los flujos inmigratorios no se hayan detenido durante toda la década del 90, incluso cuando el crecimiento inicial de la convertibilidad fue aplastado por el Efecto Tequila (1994), la crisis asiática (1997), la rusa (1998) y la devaluación de Brasil (1999). Con salarios que se mantenían altos en dólares y redes más afianzadas, los migrantes continuaron llegando (sin entrar en polémicas, vale la pena señalar las consecuencias a veces insospechadas que genera una cierta tasa de cambio y cómo la convertibilidad, excluyente en casi todos los sentidos, puede funcionar también como una vía de incorporación social para mucha gente).
El neoliberalismo contribuyó a modificar el lugar de residencia de los inmigrantes de los países vecinos. Si antes se distribuían parejamente entre Buenos Aires y el interior, la crisis de las economías regionales y la incorporación de nuevas tecnologías, como la mecanización ahorradora de mano de obra en la industria de la caña, limitaron las posibilidades de inserción laboral en muchas provincias y tendieron a concentrar a los recién llegados en la Capital y el conurbano. Esto contribuyó a lo que Alejandro Grimson (Nuevas xenofobias, nuevas políticas étnicas en Argentina) definió como la “hipervisibilidad étnica” de los inmigrantes y su utilización –por el Gobierno, algunos medios de comunicación y sectores de la sociedad– como “chivos expiatorios” de la crisis de fines de los ’90.
Porque ninguna estadística avala la idea de una invasión. Según el censo de 2001, viven en la Argentina un millón de inmigrantes de los países vecinos. Esto implica que la proporción se mantiene estable desde el primer censo hasta la actualidad: el porcentaje de extranjeros provenientes de las naciones limítrofes sobre el total de la población fue de 2,4 por ciento en 1869, 2,6 en 1914, 2 en 1960, 2,7 en 1980 y 2,5 en 2001. Este solo dato, como escribió Grimson en este diario el viernes pasado, alcanzaría para desmentir el prejuicio acerca de una marea de extranjeros, aunque quizá lo interesante no sea tanto discutir los argumentos xenófobos, sino analizar el fenómeno de los bolivianos y paraguayos residentes en Argentina como modo de entender los prejuicios que anidan no sólo en el Gobierno de la Ciudad.
De los inmigrantes provenientes de los países vecinos, el 35,2 por ciento son paraguayos y el 25,3 son bolivianos. Los varones paraguayos tienden a trabajar en la construcción en pequeñas obras, y las mujeres en el servicio doméstico. Los varones bolivianos se concentran en la construcción en grandes obras y las mujeres bolivianas en la costura, la industria textil y el comercio de frutas y hortalizas. Muchas familias bolivianas –la inmigración procedente de ese país es la más familiar de todas– trabajan conjuntamente en las granjas. Para las mujeres de todos los países, el servicio doméstico suele ser el primer eslabón ocupacional, la puerta de entrada al mercado de trabajo, pues les permite un nivel de ingreso superior a cualquier otra actividad urbana (salvo la prostitución).
En paralelo, se ha registrado un proceso de feminización de los flujos migratorios. A diferencia de lo que ocurría en el pasado, la mujer ya no acompaña calladamente al hombre en la aventura migratoria, sino que a menudo la lidera. “Esto –sostiene María José Magliano (Migración de mujeres bolivianas hacia Argentina: cambios y continuidades en las relaciones de género)– hace que la migración abrigue la potencialidad de ser un factor de cambio en las relaciones de género, en la medida en que puede modificar la estructura de oportunidades existentes.” La inmigración puede empoderar –otra palabra horrible, en este caso tomada de los estudios de género– a las mujeres.
Algunos inmigrantes logran incorporarse a la industria manufacturera. Como explica Gerardo Halpern (Neoliberalismo y migración: paraguayos en Argentina en los noventa), se insertan en actividades que hacen un uso intensivo de mano de obra y que requieren menos incorporación de tecnología: básicamente textiles, prendas de vestir, cuero y muebles, mientras que los sectores populares nativos (“argentinos”) se vuelcan a actividades manufactureras más modernas, como metalmecánica, química, electrónica y automotores. Esto no se explica sólo por los niveles educativos de unos y otros, ya que muchos inmigrantes cuentan con una educación superior a la de los nativos, sino por la importancia de los contactos familiares y las relaciones personales. Y también –tema que habría que explorar– por el rol del sindicalismo tradicional, que en algunos casos fue cómplice de la estigmatización de los inmigrantes durante los ‘90.
Un fenómeno interesante, que en buena medida condensa las tendencias señaladas, es el de la inmigración peruana, la más reciente. En un completo artículo sobre el tema (La migración peruana en la Ciudad de Buenos Aires: su evolución y características), Marcela Cerruti explica que es resultado, en primer lugar, de la situación interna de Perú, que hasta bien entrada la década del ’90 vivía sumido en la crisis económica y la violencia, con la guerra sucia entre Sendero Luminoso y el Estado cobrándose miles de muertos y desplazados. A diferencia de los paraguayos y bolivianos, que contaban con redes más antiguas, los peruanos comenzaron a llegar más recientemente y en general provenientes de las ciudades: por eso se concentran mayoritariamente en el área metropolitana, donde el acceso a los servicios y las oportunidades laborales parece más fácil (el 62 por ciento vive allí, contra el 41 por ciento de los paraguayos y el 19,7 por ciento de los bolivianos). El resultado, además de la popularización del ceviche, es un claro proceso de segregación residencial: la mayoría de los peruanos se concentra en los CGP del centro y el centro sur de la ciudad.
A lo largo de la historia, y desde el antecedente de la Ley de Residencia de 1902, la legislación acompañó a la inmigración bajo la idea de distinguir entre el “buen extranjero” y el “extranjero indeseable”. En 1981, en plena dictadura, se estableció la Ley General de Migración y Fomento de la Inmigración, que apuntó a garantizar la llegada de aquellas personas “cuyas características culturales permitan su adecuada integración”; además, se prohibió a todo extranjero ilegal desarrollar tareas remuneradas y se les impidió a quienes no tenían documentos acceder a los servicios de salud y educación. En 1984, el gobierno radical estableció una amnistía general que habilitó la radicación definitiva a todos los indocumentados. Sin embargo, al poco tiempo, con el argumento de la gravedad de la crisis económica, la Dirección Nacional de Migraciones repuso una política restrictiva. En 1992, Carlos Menem firmó un decreto endureciendo las normas: se estableció que los inmigrantes debían presentar un contrato formal como requisito para ingresar al país (algo totalmente imposible para personas que en general trabajan en negro).
El panorama recién cambió en 2003, con la sanción de la nueva Ley de Migraciones. Discutida durante el interregno duhaldista y aprobada en pleno kirchnerismo por una mayoría transversal de legisladores, la nueva norma apunta a promover la integración sociolaboral de los migrantes manteniendo la “tradición humanitaria” de la Argentina, garantiza igual trato para los extranjeros y asegura el acceso igualitario a los servicios sociales. Se reconoce el derecho a la reunificación familiar y al debido proceso en situaciones de detención y expulsión. Basada en la idea del migrante como sujeto de derechos, se trata de una norma inclusiva que recoge las ideas más modernas de “ciudadanía comunitaria” y “pluralismo cultural” y que sintoniza con otros cambios de avanzada, como la Ley de Matrimonio Igualitario.
Pero este enfoque –insistamos: un avance notable respecto del pasado– se sostiene en una mirada que, como explica Eduardo E. Domenech (Migraciones internacionales y Estado nacional en la Argentina reciente), no renuncia a la lógica de costo/beneficio de la migración. Se rechaza la idea de que los inmigrantes les quitan puestos de trabajo a los nativos o que alimentan las redes de delincuencia en base al argumento de que aportan al desarrollo nacional. El mejor ejemplo de este tipo de argumentación es la película Un día sin mexicanos, la segunda más taquillera de la historia de México, dirigida por Sergio Arau, que especula con los efectos que produciría la súbita desaparición de todos los mexicanos de California: micros sin choferes, niños sin niñeras, ciudades llenas de basura. El problema, como sostiene Domenech, es que esta visión, digamos utilitarista, de la inmigración, promueve la idea de que la presencia de extranjeros es legítima en tanto implique una contribución o ilegítima en tanto sea un problema. Aunque muy superior a los prejuicios xenófobos de Macri, quizá también valga la pena ponerla en cuestión.
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