EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Mempo Giardinelli
Escribo esto al caer la tarde del 25 de Mayo y en caliente. No pensaba ir a la plaza central de Resistencia por varias razones: la visita de la Presidenta tuvo a esta ciudad en obras por dos semanas y el tránsito fue un lío; yo jamás voy a actos oficiales, y encima el martes el calor y la humedad fueron insoportables y ayer amaneció lloviznando.
Me disponía a ver la celebración por la tele, cuando llegó una inesperada invitación personal del gobernador Capitanich para ir al palco presidencial. Era tonto no aceptar y allí estuve, saco de lino claro sin corbata y en la mano una invitación que abría todas las puertas.
Jamás me habría imaginado una jornada tan particular. Nunca antes asistí a un Tedéum, y hacía mil años que no entraba a una iglesia, salvo como turista y en otros países. Pero ahora estaba en la misma catedral en la que hace medio siglo tomé mi olvidada primera comunión; frente al altar estaban la Presidenta, el gobernador, el obispo Sigampa, la intendenta local y un variado cuerpo diplomático y de prelados; cantaba el coro polifónico, una multitud estiraba los cuellos para verlos, y yo meta saludar a gente que me miraba con asombro, como a sapo de otro pozo.
Enseguida el obispo leyó un texto interesantísimo: una rara alocución entre kirchnerista y antiaborto, que encomió la Asignación Universal por Embarazo, la inclusión social y las nuevas tecnologías. Notable, aunque no tanto, para mí, como la constatación de mi “popularidad” y mis años cuando Aníbal Fernández me saludó: “Cómo le va, señor”.
Algo desconcertado, seguí la larga fila que entraba al Salón Obligado de la Casa de Gobierno –una cuadra más allá de la catedral– donde me salvó un cartel que decía “Besamanos” (sic) e indicaba con una flecha el rumbo a seguir. Me di vuelta para no entrar y justo me topé con Nilda Garré, que es amiga desde hace décadas, y nos dimos un beso. Detrás venía el senador Pampuro, que inesperadamente también me dio un beso. Y varios legisladores y altos funcionarios de rostros periodísticamente familiares pero cuyos nombres ignoro me zamparon más y más besos. Y en eso llegó el gabinete en pleno de Capitanich, varios de cuyos ministros son amigos, ya que –se sabe– en los pueblos nos conocemos todos, y de tantos besos eso ya era para pensar mal.
Regresé por donde había entrado y subí al enorme palco, que estaba vacío. Elegí la última fila para contemplar desde ahí a la multitud, que ratificaba una vez más la fuerte popularidad de Coqui –como todos llaman al gobernador local–, quien para media muchedumbre debería ser elegido candidato a la vicepresidencia, aunque la otra mitad teme que lo sea y luego resulte un lío la sucesión local.
Enseguida se produjo la impactante entrada en escena de la Presidenta, seguida de Coqui y de la sobria dignidad de Aída Ayala (la ya veterana intendenta radical de Resistencia, reelecta en 2009 y nuevamente candidata en octubre), quien se bancó sonriente todos los chiflidos aunque –justo es decirlo– recibió también muchos aplausos obviamente kirchneristas.
Los discursos fueron previsibles. Coqui y Cristina dijeron lo que se esperaba de ellos. Genuinamente peronistas, sin anuncios espectaculares, el de ella me impactó por la emoción que la domina cuando evoca a su marido. Su viudez me recuerda a la de mi madre y mi hermana, viudas provincianas todo dolor y entereza. Me parece admirable ese rasgo de la Presidenta, que, sin embargo, algunos argentinos/as odian. Qué raro es este país, me dije. Ocho años después es otro, mucho mejor, pero el odio está desatado.
A esta altura del texto debo decir, una vez más, que no soy K. Sí apoyo a Cristina y su gestión en lo que me parecen sus mejores aspectos (derechos humanos, Fuerzas Armadas, seguridad, educación, cultura y el rumbo económico) pero mantengo objeciones muy serias, y en primer lugar que no hay un solo corrupto preso.
Durante todo el acto yo pensaba, sobre todo, en nuestra democracia. ¿Qué hacía yo ahí, cuando hace sólo 30 años estaba en el exilio y este país era una carnicería? Y pensaba en mis amigos que odian a Cristina y al Gobierno. Yo me siento incapaz de odiar. Ni siquiera odié a los milicos durante la dictadura. Los enfrenté como medio país, pero no los odié. Es un sentimiento mediocre el odio. Degrada al que odia, más que al odiado. Y además, cosa curiosa, aquí los que odian son los ricos. Por algo será, me dije, aunque sé que la frase es lamentable. Pero es lo que sucede: los ricos más ricos son los que más odian. En el Chaco es así. En la Argentina toda.
De pronto me acordé que en esta misma plaza chaqueña y para este mismo diario, en enero de 2002 escribí la contratapa más triste de mi vida. Me pregunté: ¿Y hoy qué escribiría? Respuesta inmediata: lo mucho que ha cambiado este país. Ahora es mejor, más inclusivo, más justo aunque todavía no se haya alcanzado la justicia social que anhelamos. Más igualitario. Algunos dicen que fue por el “viento de cola”. Bueno, pero alguien supo conducir el barco. No es poco, señores, no se vale ser tan mezquinos.
Entonces me di cuenta de que también estaba mirando el primer desfile militar desde que hice la colimba, y sin sentir rabia. Estas son otras Fuerzas Armadas, me dije, si hasta la marcha “Curupaity” me parece hermosa. Y reparé en que el grupo de Artillería local, y los Granaderos y los Patricios desfilaban debajo de una enorme bandera roja con el rostro impreso del Che. Y más allá había banderas del Partido Comunista mezcladas con las de peronistas. Y desfilaban soldados con soldadas. Carajo si era todo diferente.
Qué bueno que vine, me dije. Y después entró Fuerza Bruta y la Banda de los Granaderos empezó a tocar un chamamé. Ahí me decidí a pasar esto en limpio.
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