EL PAíS • SUBNOTA
› Por Horacio Verbitsky
La legitimidad de la investigación periodística sobre presuntos hechos de corrupción es una de las veinte verdades de la democracia, lo mismo que la subsecuente actuación judicial. Lo notable es que siete meses después de abierto el caso, no hayan mermado la frecuencia ni el tono de las notas de Clarín y, con más rigor profesional, La Nación. Boudou sigue siendo el tema preferido de las tapas del duopolio, pese a que el material no pasa del reciclaje de lo ya dicho en ediciones anteriores, más detalles laterales que no aportan nada significativo. Es una tarea instructiva para escuelas de comunicación la lectura crítica de la cobertura tenaz de Clarín que mezcla afirmaciones editoriales con datos del expediente para anticipar una culpabilidad de Boudou que la Justicia no ha declarado. La ministra de Seguridad Nilda Garré dijo que respetaba a Rafecas, lo cual dista de ser una apreciación solitaria, pero informó que los gendarmes que acompañaron a la fiscalía hasta el departamento que Boudou le alquila a un socio español de Vandenbroele ignoraron hasta llegar que se trataría de un allanamiento y en qué dirección. Sin embargo, la comitiva era esperada por un fotógrafo del Grupo Clarín, cuya radio Mitre había anticipado el día anterior que un episodio de esas características era inminente. Cuando los gendarmes preguntaron qué hacía allí ese fotógrafo, los porteros dijeron que estaba desde la noche anterior. La portada de la edición electrónica del diario informó que se había allanado “la casa de Boudou” y la crónica correspondiente dio a entender que Vandenbroele abonaba las expensas del departamento en el que vive Boudou. El vicepresidente y el resto del gobierno aplicaron durante demasiado tiempo las recetas del manual kirchnerista con la prensa, con la discutible idea de no amplificar operaciones insustanciales: no sabe/no contesta. Esta conducta dio lugar a equívocos y privó al gobierno de exponer con claridad las razones de Estado en torno del caso. Nunca se pensó acuñar billetes en las instalaciones de Ciccone, ya que el corte de las planchas y la numeración de cada unidad sólo se harán en Casa de Moneda, que tomaría el control operativo de la planta alquilada. Pero durante los meses que pasaron antes de que se explicara este procedimiento, la práctica inobjetable de enviar papel, tinta y técnicos del Banco Central a Ciccone para efectuar pruebas, algo necesario sea quien sea el operador de la planta, se instaló como demostración de algo turbio o irregular. Tampoco se informó hasta la primera declaración de Boudou a este diario por qué era importante que la principal imprenta de seguridad del país reforzara la capacidad de producción de Casa de Moneda, sin necesidad de recurrir a la importación de billetes, como ocurrió el verano anterior, con los problemas de seguridad y de soberanía que esto implica. Ni siquiera se difundieron las razones por las cuales la Casa de Moneda se negó a contratar ese servicio con Boldt en agosto de 2010, cuando el juez Cosentino le alquiló la planta a los Tabanelli y Gabella, quienes mejoraron la oferta del ente estatal: ese título de alquiler era precario y no había certeza sobre su duración, Boldt no aseguraba cantidad y plazo de impresión y además acercaría el material inflamable del papel moneda a la llama del juego. A casi dos años de distancia podría señalarse que la expropiación de las maquinarias hubiera sido un camino más recto hacia el objetivo estatal. Pero 2010 fue el año en que el Grupo Ahhh... usó su mayoría legislativa con el propósito de hundir al gobierno, que no hubiera conseguido la declaración de utilidad pública de las maquinas de Ciccone. La diversidad de dependencias oficiales que emitieron opiniones, dictámenes o resoluciones favorables a la normalización de la quiebra de Ciccone confirma la existencia de un interés estatal, no personal ni espurio. Pero nadie se animó a decirlo.
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