EL PAíS › OPINION
El mensaje del Coricancha
Por Martín Granovsky
Los presidentes tiene que haber escuchado una y otra vez esta historia. Dice que los españoles construyeron Santo Domingo sobre las piedras del templo del sol de los incas pero no pudieron superarlos: cada terremoto tumbó la iglesia y dejó en pie la construcción original.
En ese lugar, el Coricancha, patio de oro en quechua, templo del sol de los incas, centro de su imperio, el Tawantinsuyu, iglesia de los españoles, doce países decidieron edificar ayer la Comunidad Sudamericana de Naciones.
Difícil encontrar un símbolo tan imponente. Cuentan las crónicas españolas que el templo del sol tenía réplicas de animales en tamaño real, que era centro de un observatorio astronómico y que contaba con 700 chapas de oro de dos kilos cada una. En el siglo XVI parte de ese oro fue chupado por un imperio impotente, el español, o fundido en piezas para la iglesia que se construyó encima.
Pero el Coricancha es, también, un símbolo ambiguo, de debilidad y fortaleza al mismo tiempo, de nostalgia y de proyecto.
En términos económicos la comparación con la Unión Europea es mala. La UE es un mercado común. La CSN representará en poco tiempo, en el mejor de los casos, un área de libre comercio entre el Mercosur y la Corporación Andina de Naciones, que son las dos patas materiales del acto de ayer, con 973.613 millones de PBI total.
Y es una mala comparación política. La UE es una construcción lenta, de acuerdos pequeños y concretos, con más solidez cultural, económica y de modelo social (el rescate del Estado de bienestar) que diplomacia común. La CSN se forma en un momento de debilidad histórica del Mercosur, un plan de integración originario de la Argentina y Brasil dejado al libre albedrío de las grandes empresas, primero, en la década del 90, y todavía no reconstruido pese a la sintonía política de los gobiernos de Néstor Kirchner y Luiz Inácio Lula da Silva.
El vaso medio lleno es que ayer nació una idea de futuro.
Entre los optimistas hay uno que se apuntó ya mismo, sin esperar 15 o 20 años: Hugo Chávez. Tiene razón. Para el presidente venezolano un gesto colectivo es un modo de ganar solidez interna y externa.
Cualquier optimista del continente debería computar como positiva una construcción que signifique la ampliación de una red de contactos y la probabilidad de una integración sudamericana.
Para Brasil, y para Lula en persona, también se trata del vaso medio lleno de los optimistas. Cuando Lula, el canciller Celso Amorim, el asesor internacional Marco Aurelio García y el vicecanciller Samuel Pinheiro Guimaraes diseñaron la política exterior de Brasilia bajo el Partido de los Trabajadores siempre hablaron del fortalecimiento de Sudamérica. Eso implicaba no contar a México como un aliado próximo y sí, en cambio, anotar a la Argentina como socio estratégico en la reconstrucción del Mercosur y de la alianza a nivel regional. El problema es que la Argentina tuvo su momento de coqueteo con México para compensar el peso brasileño y que Brasil encara una política hacia el FMI típica de un país que teme el default, y así la relación adoleció de una falta de confianza política que es letal para el vínculo entre los vecinos.
En el caso brasileño, el objetivo siempre es neutralizar obstáculos entre los habitantes del barrio, suavizar todo problema en la retaguardia y afirmar poder de negociación internacional para un actor que no sólo exporta productos primarios sino también aviones.
Ese motivo llevó a que Brasil se metiera, junto con la Argentina, en Venezuela y Bolivia, y que hoy controle la frontera con Colombia no para impedir un inexistente plan de expansión de la guerrilla de las FARC sino para detener a los narcos colombianos.
Perú, a su vez, es estratégico para los exportadores brasileños, y por eso Lula cortejó al desprestigiado Alejandro Toledo, el presidente con peor imagen del continente. En dos años más estarán terminados los 1200 kilómetros de ruta que unen Assis, en el estado de Acre, en plena selva brasileña, con Matarani e Ilo, los puertos del Pacífico peruano próximos a Tacna y Arequipa. La financiación pertenece a la Corporación Andina de Fomento y al propio Brasil. Por esos puertos saldrá la soja brasileña de Matto Grosso con destino a China, en primer lugar, pero por allí también pasará el proyecto de integración industrial con los chinos iniciado cuando, 20 años atrás, los militares brasileños admitieron compartir con Beijing un proyecto satelital.
Para la Argentina, la proyección brasileña tiene el valor de un dato de política interna. La diferencia de poder real entre los dos países (a favor de Brasil, por tamaño) determina que la única manera de que el país pueda discutir comercio y economía con los brasileños, que ayer se endurecieron, es que, antes, se muestre cooperativo en las iniciativas políticas de Brasilia. La ausencia de Kirchner en el Cusco puede remediarse con gestos fuertes en el futuro. Lo complejo es el dilema de fondo, tan ambiguo como el Coricancha: en la sociedad estratégica con Brasil, ¿tudo bem?