EL PAíS
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Darse cuenta
› Por Nora Veiras
El 24 de marzo de 1996, la Plaza de Mayo estallaba en un solo grito: ¡Justicia! A miles de kilómetros, en Madrid, el fiscal Anticorrupción Carlos Castresana se conmovía ante esa multitud que veinte años después del último golpe militar en la Argentina no se daba por vencida ante una Justicia mutilada. Empezó entonces a hurgar en la ley española para encontrar un atajo que permitiera juzgar a los responsables de aquella masacre. Pocos días después presentó una denuncia por genocidio y terrorismo de Estado contra la dictadura argentina ante el juez Baltasar Garzón. En medio de la búsqueda de sustento para una causa que apriori sonaba desmesurada conoció al abogado argentino Carlos Slepoy, ex preso político y exiliado. Ese fue el germen de una lucha por la Justicia universal, por la persecución sin fronteras de los criminales de lesa humanidad que tuvo ayer a su primer condenado de cuerpo presente.
Esta primera sentencia llega apenas cuatro días antes de otros veinte años emblemáticos: el inicio, el 22 de abril de 1985, del Juicio a las Juntas impulsado por el presidente Raúl Alfonsín. Un proceso que corrió por primera vez el velo del horror de la represión ilegal y abrió el camino para la toma de conciencia colectiva. Un camino obstruido por las leyes de punto final y obediencia debida y que intentó ser clausurado por los indultos de Carlos Menem. Un intento fallido gracias a la prepotencia militante de las organizaciones defensoras de derechos humanos.
En medio de esa desolación en la que parecía imposible encontrar un atajo que permitiera condenar a los responsables de miles de secuestros, desapariciones y robos de bebés, cientos de víctimas empezaron a ser escuchadas por un juez extranjero. Para la mayoría de ellos era la primera vez que alguien los escuchaba. Las desgarradoras historias de torturas y ausencias permanentes llenaron miles de fojas y dieron fundamento al avance de una causa en la que muy pocos creían. Paradójicamente, el país se transformaba así en el único lugar seguro para los militares sospechados, aterrorizados por la posibilidad de cruzar las fronteras y ser detenidos por Interpol a pedido de Garzón. El mismísimo senador vitalicio por Chile, el dictador Augusto Pinochet había sido apresado en Londres en el marco de otro expediente instruido por el mismo magistrado. Sólo la simulación de una enfermedad le había permitido obtener la libertad para regresar a su país. Sin embargo, a partir de entonces empezó a ocupar el lugar que la historia le reserva a los genocidas.
Poco a poco esos logros impensados fueron horadando la impunidad y aparecieron fallos también impensados: en marzo del 2001 el juez Gabriel Cavallo anuló las leyes de punto final y obediencia debida. Con la asunción del gobierno de Néstor Kirchner el Congreso tomó la misma decisión en agosto del 2003 y así se reabrieron las causas que hasta ahora llevaron a prisión –por lo menos domiciliaria– a ciento cincuenta represores. Un movimiento de pinzas, diseñando al ritmo de los hechos, por personas que creen en la Justicia como un instrumento al servicio de una sociedad digna de ser vivida fue dándoles su lugar a víctimas y victimarios.
Pasaron poco más de nueve años, la Argentina es quizás el país que más se atrevió a revisar y castigar el horror de su propia historia. Los logros son innegables y la condena a este ex marino que confesó cómo tiró secuestrados vivos al mar es otro hito. Queda, igual, mucho por hacer: basta leer las declaraciones de Juan Alemann, uno de los personeros del establishment económico, diciendo que los hijos de desaparecidos eran “chicos que sobraban” o las apreciaciones de la joven señora del mayor Mercado –de apenas 37 años– negando lisa y llanamente la existencia de desaparecidos para darse cuenta.
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