EL PAíS
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La trampa
› Por Sandra Russo
La Iglesia Católica sabe perfectamente que, en los hechos, sus preceptos en materia de sexualidad nunca se cumplieron. No los cumplen ni siquiera muchos de sus sacerdotes. No los cumplen millones de sus fieles. La Iglesia está en contra de la anticoncepción en cualquiera de sus formas. Si el debate es sobre salud reproductiva, ataca el DIU por “abortivo”, pero se calla ante otros métodos. Pero cuando se lanza una campaña de salud sexual y el preservativo es uno de los métodos promovidos, ataca el preservativo con un argumento aberrante que, si fuera escuchado, provocaría miles de contagios de enfermedades de transmisión sexual. La Iglesia no dice que veta el preservativo porque, como institución, está lisa y llanamente en contra de las relaciones sexuales sin fines reproductores, y una relación sexual en la que se usa preservativo supone placer pero no embarazo. Lo que dice es que el preservativo es una herramienta ineficaz para prevenir contagios, lo cual se escapa del dogma y entra en el peligroso territorio de la irresponsabilidad social. Imaginarse un virus filtrándose a través del látex es poco menos que desopilante, si no fuera, más que risible, patético.
Pero la Iglesia sabe perfectamente que, en los hechos, lo que prescribe y recomienda en materia de sexualidad no se cumple. Sus esfuerzos milenarios en vigilar y castigar a través de la culpa los impulsos sexuales humanos no han logrado suprimir esos impulsos, pero sí trastornar muchas mentes. La gente no deja de tener relaciones sexuales; los homosexuales no dejan de existir porque al Vaticano no les caen en gracia; los cónyuges no son fieles para toda la vida ni permanecen juntos si son infelices; los embarazos no deseados no llegan a término, pero de los abortos clandestinos surgen víctimas ya nacidas, las madres, especialmente las pobres, que no pueden pagarse un servicio decente.
La Iglesia no dirige sus políticas a maniatar los actos humanos, porque es impotente para eso, sino a estrechar la franja de visibilidad y legitimidad de esos actos humanos. Los funcionarios eclesiásticos saben que, aunque ellos emitan comunicados, los jóvenes no dejarán de iniciarse sexualmente a los quince años, pero también sabe que lo harán en malos términos, en condiciones sanitarias y psíquicas precarias, sin información, sin guía, sin permiso social, con culpa, con insatisfacción. Las recomendaciones de la Iglesia, en este punto, a lo que tienden es a mantener ancha la franja de sufrimiento por causas sexuales: la gran tarea de la Iglesia es, en este sentido, que la gente asocie el sexo con sufrimiento. Con aborto, con VIH, con sífilis en otros tiempos, con clandestinidad, con trauma, con prostitución, con decadencia. Esa es la trampa que tiende el discurso oficial de la Iglesia: cuanto más riesgo y penar implique el sexo más poder tendrá esa palabra que, sobre el hecho consumado de una desgracia, podrá insinuar, con falsa piedad: yo te lo dije.
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