Dom 05.03.2006

EL PAíS • SUBNOTA  › LA DEFINICION DEL JUICIO A IBARRA Y LAS DEUDAS POLITICAS

La lotería de Babilonia

La fragmentación de la Legislatura, el individualismo de los diputados y el azar de los sorteos pesarán en el veredicto. La impredictibilidad desnuda un sistema político en crisis. Las (surtidas) responsabilidades ante un final abierto en el que hasta el orden alfabético puede determinar conductas.

OPINION


Por Mario Wainfeld

“Soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad.”
Jorge Luis Borges,
La lotería de Babilonia.

El juicio político a Aníbal Ibarra, tal como sucediera con la acusación, se resolverá en la definición por penales. Con el margen justo o como mucho con un voto más de los imprescindibles, llegará la condena o la absolución. Según los agitados sondeos de las últimas horas, los legisladores Florencia Polimeni, Helio Rebot y el espasmódico Gerardo Romagnoli son los más inasibles para los augures baqueanos de la Legislatura. Algunos relatos proponen dudas sobre las decisiones del arista Guillermo Smith, del macrista Daniel Amoroso, de Beatriz Baltroc.

En cualquier caso, habrá más votos por condenar que por absolver. Sea cual fuere el resultado, es fácil predecir que no socavará el pesimismo mayoritario acerca del funcionamiento de las instituciones políticas. Y –las cartas están echadas– quien sea derrotado no sólo mentará injusticia sino corrupción e ilegalidad.

Si Ibarra es destituido, sus aliados denunciarán golpe institucional y aprietes de los familiares.

Si es absuelto, las denuncias hablarán de compras de votos. En acto, el sistema político argentino no funciona admitiendo el disenso, la divergencia o la contradicción de intereses. La sumisión al número zanja las diferencias pero cataliza la recusación al sistema en boca de quien fue derrotado.

Un detalle interesante, no especialmente subrayado hasta ahora, es que los alineamientos de la puja en la Legislatura replican en espejo a los de la reciente contienda por el Consejo de la Magistratura en el Congreso de la Nación. El oficialismo nacional es mayoría en el Congreso; el ARI y el PRO son dominantes en la Legislatura. Mostrando pareja impericia (o malicia) para discutir o elaborar consensos, la mayoría santifica el número y la minoría exacerba el argumento institucional. La calidad de los debates es pobre, siendo tendencial que las minorías sean algo más sofisticadas en sus planteos.

La analogía no puede avanzar más allá. El sistema político porteño es el más socavado por la explosión del año 2001, dato que incide lo suyo en el desarrollo de la crisis institucional que tendrá un momento de clímax pasado mañana.

A nivel nacional persisten secuelas feroces, pero la capacidad adaptativa del peronismo le pone un ancla a la inestabilidad. En casi todas las provincias, tras el sofocón volvieron a tomar el timón los partidos tradicionales, el peronismo, el radicalismo (menos herido en sus bastiones territoriales que en su virtualidad como fuerza opositora alternativa), el Movimiento Popular Neuquino. Las elecciones de 2003 y 2005 tuvieron, en municipios y provincias, un sesgo oficialista evidente, con un previsible declive pro kirchnerista en las del año pasado.

En la Capital, todo funciona diferente.

Microemprendimientos

El impacto de las jornadas asambleísticas sigue repercutiendo en el sistema político local. La dilución de las pertenencias e identidades políticas tiene correlato en un Parlamento donde sobreabundan los microemprendimientos políticos. Esa fragmentación no expresa pluralismo, ni siquiera cosmpolitismo, apenas imposibilidad de articular o generar partidos políticos dignos de tal nombre.

La evocación de la lotería de Babilonia que encabeza esta nota merece ser matizada. Navegantes solitarios de variopinta procedencia política se han topado con una circunstancia que les otorga un enorme poder, desmesurado a su legitimidad y (en la mayoría de los casos) a sus aptitudes. El azar de su supervivencia, aunado al de los sorteos de las Salas, los mune de una insólita capacidad de fuego, pero no consigue que sean conocidos.

Una circunstancia anecdótica excita la imprevisibilidad de las acciones de tantos francotiradores. Es (tan luego) el orden alfabético en que se votará. Los legisladores más enigmáticos (Polimeni, Rebot, Romagnoli) son sucesivos en ese orden y la tensión en la dilucidación del voto diez quizá sobredetermine su movida de último momento.

Pero si el azar determinó quiénes son los quince que sentenciarán, es una crisis política estructural la que posibilita esa circunstancia. Una crisis de la que el ibarrismo, su virtual víctima, es también causante porque la propició y la aprovechó, en momentos que le eran menos hostiles. Un sistema sustentado en la falta de instancias orgánicas, en la inexistencia de alianzas políticas sólidas puede –en la crisis ulterior a la tragedia– decidir de cualquier modo, pero es improbable (nada es imposible en Babilonia) que refuerce la institucionalidad.

La libertad de conciencia

La caída de la reputación de los partidos políticos se agrava con un paroxismo de las alabanzas a la libertad de conciencia, pronunciada por comunicadores varios o por políticos de fuerzas minoritarias. En una cultura signada por la sospecha y la descalificación del diálogo, todo consenso es culpable, toda negociación, contubernio. La tradición argentina, incluida la de las fuerzas nacionales y populares, ha hecho un aporte perdurable a esa proclividad, que se ha exacerbado desde el “que se vayan todos”.

La libertad de conciencia se aplaude sin mayor análisis al tiempo que se asocia la “obediencia debida” a cualquier instancia orgánica de toma de decisiones. Tamaño simplismo no equivale a una sociedad de repúblicos sino a algo bastante parecido a la anarquía o (si se tolera el anacronismo) al happening.

Los legisladores nacionales o distritales siempre tienen el derecho (y el poder, del que nunca se habla porque es feo) de discrepar con sus partidos, de desafiliarse de ellos o de renunciar a sus bancas. Pero esa potestad legal debería ser excepcional, máxime en quienes patentemente no han sido elegidos por sus virtudes sino por engrosar la boleta de Elisa Carrió, de Mauricio Macri o de Rafael Bielsa.

Básicamente, la libertad de conciencia es excepcional y (en un proceder maduro) debería ejercerse en tiempo ulterior a la discusión colectiva. La idea de que los representantes del pueblo sólo deben discurrir los temas con la almohada, con su pareja, su terapeuta o su confesor es profundamente banal y antidemocrática. La república representativa es (debería ser) un sistema de negociación y discusión permanente del cual la votación es el último paso, jamás el único.

Los legisladores (y sus partidos), con la obvia excepción del ibarrismo, hacen ostentación de un individualismo bien recibido por cierta opinión pública, muy mal predispuesta a todo lo que huela a política. Pero una medida de magnas implicancias jurídico-políticas merece ser elaborada en ámbitos colegiados. Debería ser artículo de fe para la sanidad del sistema democrático que todo lo que se procesa en espacios plurales es superior a lo que maquinan individuos supuestamente aislados pero sí expuestos a las presiones y a los vaivenes de su psiquis. La moda corre en sentido inverso, en mala hora.

El argumento de la libertad de conciencia, al que se apegan en su cuestionable silencio Macri y Carrió, es arduo de sostener cuando se lideran partidos políticos y se procura la obediencia de sus integrantes. Un episodio ilustrativo es la reacción del PRO y de algunos dirigentes de la UCR con sus diputados que apoyaron la reforma al Consejo de la Magistratura. El PRO ya los sancionó, los radicales polemizan al respecto. Claro que la argumentación pública no es el elogio de la orgánica que con buena lógica se quiere preservar (vade retro), es excomulgar al correligionario o al aliado, dando por hecho que nadie puede pensar distinto si no es un canalla.

La gente en la calle

Ibarra apeló a una movilización (que resultó más masiva y pluriclasista que lo esperable merced al apoyo del kirchnerismo) en tácita confesión a haber errado el camino en sus años anteriores de gestión, muy delegativa y palaciega.

La movilización es un condimento deseable de la democracia, pero en la Argentina y en la Capital se viene haciendo muy patente que usualmente funciona “por afuera” de las instituciones, como testimonio y recurso de la resistencia. Hay una deuda enorme de participación política orgánica y responsable. Las comunas porteñas, de muy morosa implementación, son un ejemplo cabal de la desidia por elevar la calidad democrática y el compromiso de los ciudadanos.

Esta lectura escéptica no eludirá una opinión acerca de lo que debería ser el veredicto, que sonaría elusiva. Considerando que el juicio político a un mandatario electo es una limitación al principio de la soberanía popular, que en caso de duda debe estarse por la continuidad del acusado y que la fiscalía ha realizado una pobrísima labor para acreditar sus argumentos, este cronista piensa que sería más sensato absolver a Ibarra que condenarlo.

Pero sea cual fuere el resultado de la crucial votación del martes, la política quedará en deuda y se acrecentará la incredulidad mayoritaria. Ese será el mayor saldo de una instancia histórica que la dirigencia política menoscabó con sus desempeños, sus gritos y su compartida propensión a la hipérbole y la crispación.

Pero, una vez ejecutado el penal definitorio, nadie se calzará ese sayo. Los que ganen festejarán sin hacerse cargo de sus deudas y los derrotados buscarán el modo más eficaz de desacreditar la sentencia.

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