EL PAíS • SUBNOTA
› Por Raúl Dellatorre
Apenas un mes después de haber asumido, el gobierno de Carlos Menem dictó, en 1989, la ley de Reforma del Estado, que dio origen al proceso de privatizaciones de los servicios públicos. En el caso de los trenes urbanos y suburbanos de pasajeros, su concesión se separó del resto y se fraccionó en las diferentes líneas, porque ello “redundará –se dijo– en una apreciable mejora en la eficiencia de su funcionamiento”. Quince años después, lo que se tiene es un servicio deteriorado por la falta de mantenimiento de vías y material rodante, menos frecuencias, formaciones con menos coches y un notable aumento en el índice de accidentes. Sin inversiones por parte de los concesionarios, el servicio es mantenido casi exclusivamente a partir del subsidio estatal, pero sin que el Estado tenga en sus manos los resortes de su administración. Un Estado que paga, pero que no se plantea dar el paso cada vez más claramente ineludible: la reestatización de la prestación.
Quien haya viajado en el Sarmiento o en el Roca en horas pico, difícilmente acepte referirse al usuario como “beneficiario” por el sólo hecho de abonar un pasaje muy barato. Los apretujones, daños físicos, retrasos en llegar a destino y otras consecuencias indeseadas del viaje diario en tren tienen su correlato en otros tantos datos de la concesión: los coches por formación bajaron de ocho a seis, las frecuencias se han relajado y en determinados horarios se extienden, en los hechos, a treinta o cuarenta minutos. El índice de siniestralidad, medido por la Comisión Nacional Reguladora del Transporte, muestra que los muertos en accidentes han saltado a 410 víctimas por año en esta década y los heridos superan el millar.
Diversos estudios, entre ellos los de la Auditoría General de la Nación y de la Defensoría del Pueblo de la Nación, evidencian que las empresas no han hecho las inversiones en mantenimiento ni reparación de vías necesarias para garantizar un buen servicio, pese a que recibieron los subsidios del Estado que contemplaba la cobertura de esas obras.
Prácticamente desde el mismo momento de la concesión, los adjudicatarios recibieron un trato privilegiado. En junio de 1997, a sólo tres años de operada la transferencia del servicio, obtuvieron la primera renegociación de los contratos, a su pedido. En su justificación, el Gobierno explicó que ante el estímulo del incremento constante de la demanda, los concesionarios habían realizado propuestas para la modernización de equipos y materiales, lo cual hacía necesario adecuar los contratos sin alterar la ecuación económico-financiera. Es decir, posibilitar que recibieran más subsidios.
Las prometidas inversiones prácticamente no tuvieron tiempo de cumplirse, ya que cuatro años después, cuando todavía estaban meditando realizar el gasto, los concesionarios se encontraron con el estallido social de fines de 2001. El 6 de enero de 2002 se dictó la ley de Emergencia Económica, que facultó al Ejecutivo a renegociar los contratos. Se declaró en estado de emergencia la prestación de los servicios de transporte ferroviario de pasajeros y se suspendieron, consecuentemente, las obras, trabajos y provisión de bienes correspondientes a los planes comprometidos. Lo que en la práctica ya sucedía hace años, por defecto del concesionario pasó a ser legal.
Los concesionarios fueron beneficiados por nuevos aumentos de subsidios, esta vez alegando una fuerte caída de la demanda. Pero cuando ésta se recuperó, a partir de 2003, el subsidio no se les quitó, sino que volvió a aumentar, ahora en función de la mayor cantidad de pasajeros que debía atender el servicio.
Lo grave no está en el subsidio, sino en la falta de contrapartida en un servicio eficiente. Aunque a esta altura, esperar que el sistema funcione en manos privadas sólo puede ser tomado como ingenuidad o perversión. Los más experimentados del sector insisten en que el sistema ferroviario sólo puede funcionar como un monopolio estatal que integre la corta y larga distancia, el transporte de pasajeros y de carga, tras un objetivo de integración nacional, territorial y socialmente. Quizá ya sea hora de escucharlos con más atención.
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