EL PAíS • SUBNOTA › OPINION
› Por Washington Uranga
“No habrá un solo gesto que profundice las diferencias”, dijo Cristina Fernández en su discurso presidencial al referirse al conflicto argentino-uruguayo por las pasteras. Sólo el correr de los días y los aportes que se puedan hacer, de un lado y del otro, dirán de qué manera se puede torcer el rumbo de un diferendo que está afectando no sólo las relaciones entre los dos países, sino también la marcha normal del Mercosur. Resulta por lo menos apresurado afirmar, como ya titularon algunos, que lo de Cristina Fernández fue un “duro reproche” hacia Tabaré Vázquez. Fue, sin duda, la ratificación de la posición argentina. Otra cosa no cabría esperar. Doloroso es, de todos modos, el solo hecho de que Tabaré haya estado apenas unas horas en Buenos Aires ante la amenaza del escrache. No sólo Botnia despide mal olor. También muchas de las actitudes y de las posturas trabadas en el entredicho. Si algo ha faltado en este proceso es grandeza y capacidad política de todos los actores para manejar las diferencias. Entendibles pueden ser todas las posiciones. Pero alguien tiene que darse a la tarea de mirar todos los costados del tema. Porque es miope decir que los afectados están sólo en una margen del río. Los hay de un lado y del otro. Los argumentos también están repartidos. Y la biblioteca, como suelen decir los abogados, aporta fundamentos de distinto color. La diferencia existe, como también los intereses encontrados. Pero por ahora la intransigencia sometió a la política, y en esas condiciones el diálogo es imposible. Es difícil hablar con alguien, avanzar en un espacio de negociación, cuando el interlocutor se considera dueño de toda la verdad y la única verdad. Y si algo sucede en torno del tema de la pastera en Fray Bentos es que no hay una única verdad y que toda la verdad no está de un solo lado. No hay, en consecuencia, otro camino que el diálogo y la negociación. Es cierto que ambos países han dicho que aguardarán el fallo del Tribunal Internacional de La Haya. Es una muestra de resignación y hasta de impotencia. Independientemente de cuál sea el veredicto, limitar todo a ese único recurso implica renunciar a la primacía del diálogo, única vía para allanar el camino y acortar distancias encontrando atajos en la negociación. Para eso también se necesita de la humildad, que no renuncia a los principios y las convicciones, pero que no se lleva bien con la soberbia y la intransigencia. Cada día que transcurre se abren nuevas heridas, se profundizan los desaguisados y cada palabra y cada gesto no puede leerse sino en el marco de significación generado por la hostilidad. Y en ese contexto hay distancias que se agrandan, heridas que se profundizan y puentes que siguen cortados. La política tiene un examen pendiente y los dirigentes (los políticos, los sociales, todos los que tienen alguna responsabilidad de liderazgo en el conflicto) tienen que atreverse a rendirlo. Lo contrario será profundizar las diferencias e ir en contra de una historia y de una cultura de hermandad que se declama, pero que no encuentra viabilidad en las acciones políticas de estos días.
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