Lun 13.05.2002

ESPECIALES  › NORBERTO BUTLER, MILITANTE, DISCAPACITADO

“Yo me mando; otros, ni por casualidad”

Es miembro de la comisión de salud de la asamblea de Parque Lezama y una figura siempre presente en los cacerolazos, con espíritu irrompible y su respirador a cuestas. La historia de una vida que no fue un jardín de rosas.

› Por Susana Viau

Si alguien ha visto aparecer una camilla cruzando la Plaza de Mayo para entremezclarse con manifestantes, bombos y pancartas, puede apostar a que el que viene sobre ella es Norberto Butler, un hijo tardío de la epidemia de polio de 1956: había cumplido tres años en 1960 cuando tuvo el desgraciado contacto con el virus. Fue el único de los siete descendientes del ex gerente de la sucursal del Banco Nación de Carlos Casares que contrajo la enfermedad. A Butler todos lo llaman “el Ruso” y él adjudica el apodo a su padre. Dice que cuando estaba en la sala de pediatría del María Ferrer, el centro especializado en enfermedades respiratorias al que lo trasladaron ese mismo año, todos los chicos tenían una alcancía colgada del pulmotor. Las clásicas: un chanchito, una casita, un hongo. Su padre, que a esa altura había dejado de ser bancario y se había comprado un camión, no tuvo mejor idea que colgarle una lata de aceite lubricante. “No seas ruso”, lo criticó un poco en serio, un poco en broma, el familiar de otro de los pacientes.
El mote fue lo único que Norberto heredó de él y sobrevivió apoyado en otro prejuicio: era rubio, muy blanco, de ojos claros. Desde entonces está en el Ferrer, o mejor, en la casa que el centro habilitó para quienes ya no podrían desprenderse de la asistencia respiratoria. Para “el Ruso”, ni esa dependencia ni un segundo handicap derivado, según presume, de la maldita polio que lo dejó muy pronto semiciego, fueron lo bastante fuertes como para impedirle disfrutar, estudiar y militar. Con el respirador a cuestas asiste a recitales, a la facultad (le faltan 6 materias para recibirse en Letras) y a la asamblea de su barrio. Los martes por la noche, si no llueve, su camilla aparece en lo alto del auditorio del Parque Lezama, porque “el Ruso” participa de la comisión de salud. No hace falta explicitarlo demasiado: la vida no le resultó un jardín de rosas. Si embargo exige: “No quiero entrevistas lastimeras”.
–¿Cómo ha sido su vida aquí adentro?
–Tuvo dos partes. Una llegó hasta el ‘73. En 1965 habían inaugurado esta casa, para que fuera de verdad una casa. Vinieron todos mis compañeros de polio, pero yo no pude porque tenía todavía muchos problemas y seguí quedándome en el hospital. Cuando me trasladaron en el ‘73 fue como entrar al paraíso. Hice la escuela y el secundario, estaban mis amigos, había pibes voluntarios de mi edad. Ahora estoy estudiando Letras. Al principio fue con muchas dificultades porque tengo problemas de visión, veo poquito, bultos. Es que para hacerla, la tenía que hacer completa: ni moverme ni ver.
–Fue uno de los chicos de pulmotor.
–Estuve en pulmotor hasta el ‘94, no permanentemente. Después empezaron a traer estos aparatos –señala el ventilador Thompson que está a su lado– y pasé a la cama. La cama me dio bastante más libertad. Había tenido un retroceso respiratorio por estar muchas horas fuera del pulmotor, perdía autonomía y tuve que dejar la facultad. En el ‘95, cuando trajeron este aparatejo, pude empezar a manejar las manos, que era algo que el pulmotor no me permitía. Y así empecé a ayudarme con casetes. Tengo más de 500. Son mi archivo.
–¿Qué le interesa especialmente?
–La orientación es literatura argentina y latinoamericana. Borges es mi referente, a lo mejor por el tema de la ceguera. Pero escuchando a Borges sentí placer físico, como el que me produce la música. Oía ideas que no se me habían ocurrido nunca.
–¿Cómo se moviliza para ir a la facultad?
–En una época me llevaba la fundación Vitra. Ya no. Cuando tenemos que ir a lugares muy distantes, alquilamos remises para discapacitados que nos cobran diez pesos la ida y diez la vuelta. Los pago con bonos que nos dan los voluntarios, pero a veces se me acaban. Entonces tomo colectivos, los de piso bajo. Con eso hay muchos inconvenientes y tenemos pensado ir a la Secretaría de Transportes. Tenían la obligación de ir incorporando unidades de piso bajo hasta el ciento por ciento de la flota. Lo que pasa es que lo hicieron con muy poquitos. Hay recorridos que no los tienen; o no andan las rampas; o te dicen que no andan para que no subamos. El otro día fuimos a ver a León Gieco y salió todo mal. No teníamos monedas para viajar –muchos no nos cobran, pero nosotros no hacemos una bandera de eso–. El chofer paró en un kiosco para que cambiáramos y quiso hacer bajar al acompañante. Gritaba que ya lo habían suspendido por hacer viajar gratis a un discapacitado. ¿Y qué hago yo sin acompañante? Salir para nosotros es siempre una aventura.
–¿Por qué dijo que ese día salió todo mal?
–Porque después el Luna Park no nos dejó entrar. En realidad, nunca nos dejó entrar. Arguyen problemas de seguridad. Es histórico el rechazo del Luna al discapacitado. Antes era Tito Lectoure en persona el que se negaba. Ahora fue ese juez... ¿Salvi?
–Ex juez.
–Bueno, el ex juez Salvi salió a decirnos que no podíamos asistir al recital.
–¿Cuándo descubrió la calle?
–Cuando vine acá, en el ‘73, en plena efervescencia política. Yo tenía 16 años y lloraba porque no podía ir a votar. En esa época éramos 15 internados y 90 voluntarios, la mayoría de nuestra edad. Nos empezaron a llevar a los recitales, al fútbol. Yo debuté con Arco Iris. Pero lo del Luna era común en esos años. Teníamos problemas en los teatros, en las confiterías. Pero peleábamos hasta que lo conseguíamos. Puedo jactarme de haber abierto camino en ese aspecto. Otro cambio, de nivel existencial, fue poder acceder a la facultad. También la posibilidad de militar, de participar en las marchas. Participé en la del ‘82, en la Marcha de la Resistencia.
–¿Y quiénes lo llevaban?
–Tipos audaces, como la serie. Sobre todo un amigo, Alejandro, que tiene bastante lomo y se anima.
–¿No tiene miedo cuando va a las manifestaciones?
–Muchos de mis compañeros discapacitados dicen que yo voy no porque sea valiente sino porque no veo. A lo mejor tienen razón. Pero yo confío en los tipos que me llevan... Y en la multitud, como diría Toni Negri.
–¿Estuvo en la Plaza el 19 de diciembre?
–El 19 lo vi por televisión porque nadie se animó a llevarme. Pero a los cacerolazos no fui. Fui al acto del 1º de Mayo, a la asamblea piquetera. Siempre especulo con qué clima hay y si va a haber represión. Hasta el día que me salga mal...
–¿Y si le sale mal?
–¡Me jodo!
–Cuando está solo, ¿qué pasa?
–Me aburro. No, mentira, escucho música y sobre todo radio, soy radiómano. Y televisión, porque me gusta imaginar. Por ejemplo, “Viaje a las estrellas”, los sonidos me remiten a imágenes. Pero a la mayoría de los ciegos no le gusta la tevé.
–Usted no es un ciego de nacimiento.
–Pero prácticamente sí. Perdí la visión a los tres o cuatro años y no me acuerdo de nada del mundo de las imágenes. Las reconstruyo con esos bultos que alcanzo a divisar y con imaginación. A veces se distorsiona, claro, pero eso es lo interesante.
–¿Le pesa mucho ser dependiente del respirador?
–Lo vivo como lo que es: un elemento técnico que me permite salir al mundo. Por ahí, en alguna noche de insomnio y de automanija, digo: “Pero la puta madre que lo parió”. Pero es un rato.
–¿Qué lamenta no poder hacer?
–Cuando era chico, jugar al fútbol. Ahora, no poder esquiar –pero me mandé mi viajecito, ¿eh? Estuve en Cuba en un Congreso–; no poder vercómo es una pintura de Miguel Angel o los cuadros que pintaban con la boca mis compañeros. Y lamento otra cosa: no poder agarrarme a trompadas.
–¿Y cómo expresa la rabia a falta de puños?
–Con el grito. Y si consigo calmarme y reflexionar, con la persuasión. Si no puedo con el otro, le hago la cabeza.
–¿Le resulta difícil relacionarse con la gente?
–A veces en la gente hay temor. Ellos no saben. Una vez, en la asamblea, una señora me convidó unas galletitas. “¿Usted come?”, me preguntó. Le dije: “Y, sí; si no como, me muero”, Y en la facultad hay muy pocos estudiantes que se relacionan conmigo. Prefieren la intermediación. Si voy con acompañante, le hablan a él y no a mí. Por ahí le pasa a todo el mundo, pero creo que en nuestro caso hay un plus.
–¿Usted participa de la asamblea de su barrio?
–Sí. En la comisión de salud. Nosotros (hablo en plural porque trabajo con otros discapacitados) estamos en contra de asimilar discapacidad y salud. Lo que ocurre es que no pude armar comisiones de discapacidad en todas las asambleas y no hay discapacitados militando.
–¿Y eso por qué?
–Cuesta trasladarse y para mi gusto hay una especie de miedo atávico: si vivís en una institución, la institución tiende a sobreprotegerte; si vivís con tus padres, te pautan qué podés y qué no podés hacer. Somos 3 millones de personas en el mundo con exceso de tutelaje. Y de lo del miedo, soy un convencido. Como en las movilizaciones: yo me mando; otros, ni por casualidad. Y los miedos aparecen luego en cosas menores. Es muy fuerte la pelea nuestra por la independencia. Me acuerdo que hace años, cuando era chico, iba a comer a Pipo y después suspendían al muchacho que me acompañaba o me dejaban sin salir por un tiempo. Lo mismo con el sexo. Era un tabú, pero nos fuimos ingeniando. A mí me gusta que me cuiden, pero también me gusta que reconozcan el derecho a hacer y a elegir cómo vivo. En febrero fui al recital de Roger Waters. Me quedé sin batería y la Cruz Roja me echó, me metió en una ambulancia y me sacó. Yo les decía: “No necesito oxígeno, necesito un enchufe”. Me sacaron igual. ¿Qué podía pasar? ¿Que me muriera? ¿Y? A lo mejor me gusta la idea de morirme en un recital, escuchando a Pink Floyd.

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