ESPECIALES • SUBNOTA
› Por José Pablo Feinmann
La experiencia del genocidio nazi sorprendió a los europeos y también al resto de eso que llamamos humanidad. Algún consuelo acerca un dictum que se dice en una obra de Samuel Beckett, Final de partida: Después de todo, ahora ya no queda mucho que temer. La frase intenta ser trabajada y acaso ahondada por Theodor Adorno en su Dialéctica negativa, pero no es mucho lo que consigue, sólo oscuridades (ver: Dialéctica negativa, Akal, Madrid, 2005, p. 332). Sin embargo, hay una frase que brilla. ¿Por qué es tan devastador el texto de Beckett? ¿Por qué tiene ese tono de resignación ante el horror y la certeza de que ya no veremos otro que lo supere? Porque –después de Auschwitz– “la negatividad absoluta es previsible, ya no sorprende a nadie” (Ibid., p. 332). La negatividad absoluta significa que todo ser humano puede ser tratado como el Otro absoluto. Nadie sabe –es una de las enseñanzas de Kafka sobre el horror del siglo XX– en qué momento, en qué circunstancias puede transformarse en un culpable. No bien integra este grupo de malditos se convierte en el Otro absoluto. Pasa a formar parte del grupo de los designados para morir. Toda sociedad autoritaria establece de inmediato (como esencia de su nacimiento y de su autojustificación) el señalamiento de un Otro absoluto. Pocas cosas unen tanto a una sociedad cuya unión peligraba que indicarle al responsable de todas las desgracias, al Otro demoníaco. Es por ese Otro que hemos llegado a padecer hambre. Que nuestras cosechas fueron malas. Que nuestros inviernos fueron crudos y la tuberculosis se llevó a tantos viejitos y las enfermedades respiratorias a tantos ciudadanos útiles. Es por ese Otro que somos pobres. Ese Otro no pertenece al linaje de nuestra patria. Quiere destruirlo. Está en contra de nuestro estilo de vida. Está en contra de la pureza de nuestra tierra y de nuestra sangre. Son más inteligentes que nosotros, que somos limpios. De aquí que se apoderen de nuestras riquezas. Que se adueñen de nuestra economía. Están en contra de la lucha contra el imperialismo, del hombre nuevo que queremos construir. Están en contra de nuestro comunismo soviético que conduce nuestro supremo camarada, quieren hacernos retroceder a la época de los zares. Son los terroristas del Islam. Son los que volaron nuestras Torres, injuriaron nuestra patria antes intocada. Iremos a buscarlos donde se escondan y conocerán la ira de los Estados Unidos, porque Dios no es neutral, está con nosotros. Son la subversión apátrida. Son los enemigos de nuestros valores y de nuestra religión. No reemplazarán la bandera de Belgrano por el rojo trapo de Lenin.
Así, subrayar quién es el Otro demoníaco, explicitar por qué lo es, delimita de inmediato un grupo de ciudadanos (cuyas dimensiones son imprecisas como imprecisos son los elementos para incluirlos entre los malditos) que son pasibles de sufrir la persecución y la negatividad absoluta. Esta negatividad se les aplica no bien se los incluye en el grupo de la otredad demoníaca, culpable. Cuya eliminación es fundamental para que la patria y los valores que le dan sentido tengan vigencia y no sean reemplazados. O no sean derrotados los nuevos valores de toda revolución triunfante. “Ya no hay nada que temer”, dice Beckett. Pero, ¿acaso no se teme a la repetición del horror? No digo esto para refutar la frase del creador de Godot, que es un poderoso disparador reflexivo. Sí, nada peor puede pasar después de Auschwitz. Pero la desgracia de la humanidad es que sigue pasando. No hay nada que temer porque se llegó a los límites del horror. Bien, si se llegó hasta ahí, ¿no habría que detenerse? Porque la frase de Beckett podría entregar cierta resignación o verificar tristemente que eso que creíamos que nunca iba a ocurrir –llegar al extremo absoluto del horror, de la vejación– ya ocurrió y nada nuevo puede ocurrir. Pero no. Si se hubiera llegado al límite del horror y alguien hubiera anunciado: Ahora ya está. ¿Para qué repetir lo que ya se consiguió?, tal vez algún alivio penetrara en nuestras conciencias. No es así. No se irá más allá, pero se insistirá en esos ejercicios del ultraje sin nombre. Y hasta –por qué no– se los supere. Los verdugos no pierden la esperanza. En la ESMA se cometieron más horrores que en Auschwitz. En Auschwitz la tortura no era esencial. Nadie era enviado a Auschwitz para extraerle información. No, iban ahí a trabajar de modo infame hasta morir. De ahí ese cartel siniestro: “El trabajo os hará libres”. Pero la ESMA era un campo de tareas de “inteligencia”, que, según la enseñanza francesa de los paras de Argelia, se realiza por medio de la tortura. Los números de muertos serán distintos. Pero, ¿desde cuándo importan las estadísticas cuando hablamos de seres humanos? Un secretario de Cultura que puso la actual administración de la Ciudad de Buenos Aires dijo la siguiente atrocidad: “En Europa diez mil muertos no son nada”. Esa cifra le había destinado a los desaparecidos de la Argentina, la comparaba con las de los judíos, las de los armenios, las de los camboyanos y concluía: ¿qué son diez mil muertos? ¿Qué es un muerto? Para el que muere es todo. Es la negatividad absoluta. No hay que transformar la vida en una estadística. Cada ser que muere es un absoluto. De ahí esa notable reflexión: no mataron seis millones de judíos. Mataron a uno seis millones de veces. No mataron treinta mil argentinos (todos inocentes, ya que ninguno fue juzgado): mataron a uno treinta mil veces. Y si uso esta cifra es porque es la única en la que creo. Porque la enunció el único grupo humano en el que puedo creer: las Madres, las Abuelas. En resumen, tiene razón Beckett: nada peor que el 24 de marzo puede sucedernos ya. Pero eso implica dedicar nuestras vidas a imposibilitar sus condiciones de posibilidad. Porque –si lo pensamos bien y hasta el punto de la angustia– no es cierto que nada peor pueda ocurrirnos. Hay algo peor, cuyo espanto hiela nuestra sangre y hasta detiene los latidos vitales de nuestro corazón frente a esa posibilidad: que ocurra otra vez. Eso puede pasarnos, eso sería mucho peor y luchar contra eso es un imperativo categórico cotidiano que los hombres nobles, los que en este país respetan la vida y, sobre todo, la vida de los otros, llevamos sobre nuestras espaldas a veces exhaustas, erosionadas por muchos desencantos, pero nunca vencidas.
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