ESPECIALES • SUBNOTA
› Por Atilio A. Boron
Es importante, al cumplirse 35 años del golpe, continuar ejercitando la memoria. El olvido o la negación sólo servirían para facilitar la repetición de tan atroz experiencia. Recordar y actuar, pero sin limitarnos a las manifestaciones políticas del terrorismo de Estado y sus políticas de exterminio. Hay que llegar al cimiento sobre el cual éstas se construyeron: el proyecto neoliberal, que para prevalecer requiere de una dosis inaudita de violencia y de muerte. Gracias a la anulación de las leyes de punto final y obediencia debida algunos de los tenebrosos ejecutores del plan genocida están entre rejas, pero hasta ahora sus instigadores han logrado evadir la acción de la Justicia. Hoy, veintiocho años después de recuperada la democracia, ya no es mucho lo que se puede hacer teniendo en cuenta la edad de los principales responsables. Esta es una de las lecciones para recordar: se juzgó a los responsables del terrorismo de Estado, y en ese sentido es importante destacar que en esta materia la Argentina se ubica indiscutiblemente a la vanguardia en el plano internacional. Pero los instigadores y beneficiarios del terrorismo económico y sus cómplices, en los medios, en los partidos, los sindicatos, la Iglesia, la cultura y las universidades, han disfrutado, hasta ahora, de total impunidad. Se ha juzgado y condenado a quienes fueron su instrumento, pero dejando de lado el enjuiciamiento a quienes pusieron en marcha un plan que sabían muy bien sólo lograría imponerse mediante la más brutal violación de los derechos humanos. El proceso llevado a cabo en el caso de Papel Prensa es un avance, así como algunas causas en las cuales se ha involucrado a Martínez de Hoz; pero siendo importantes son insuficientes. Esta es una de las asignaturas pendientes que debe ser aprobada cuanto antes. Ojalá que la discusión suscitada por este luctuoso aniversario pueda servir para profundizar la investigación sobre los instigadores y cómplices antes de que sea demasiado tarde.
La experiencia internacional de países como Alemania, Italia, España y Portugal demuestra que los legados autoritarios no son de fácil o inmediata asimilación. Son procesos de largo plazo y, en nuestro caso, se impone averiguar cuáles son las herencias que ha dejado una experiencia tan traumática como la de la última dictadura militar. Es razonable suponer, por ejemplo, que algunos de los crímenes más estremecedores de los últimos tiempos como los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, del maestro Carlos Fuentealba, del joven Mariano Ferreyra, de los aborígenes qom en Formosa, o el de los ocupantes del Parque Indoamericano, amén de las desapariciones de Julio Jorge López y Luciano Arruga, son ecos luctuosos de aquel desgraciado período de nuestra historia. Otros legados, como la impunidad castrense, fueron metabolizados y superados, pero los absurdos privilegios de que goza la renta financiera, anclados en la Ley de Entidades Financieras de Martínez de Hoz, insólitamente vigente luego de tantos años, continúan ejerciendo su perniciosa influencia, al igual que la extranjerización de los principales sectores de la vida económica, la inequidad del régimen tributario y el despojo de las riquezas nacionales. Una herencia particularmente gravosa de aquel aciago período es la destrucción del Estado nacional, obra en la cual lo iniciado por la dictadura –recordar su consigna: “achicar el Estado es agrandar la nación”– adquirió inédita profundidad y ribetes escandalosos durante el decenio menemista. Los gobiernos sucesores sólo tímidamente emprendieron la urgente y necesaria tarea de reconstruir al Estado, misión imposible sin una reforma impositiva que asegure el adecuado financiamiento del aparato estatal. De ahí la paradoja, que no pasa inadvertida para nadie, de una economía que crece aceleradamente en convivencia con un Estado muy pobre que, por ejemplo, debe confiar en las declaraciones de los oligopolios petroleros o mineros para saber cuál es el monto o la cuantía de sus exportaciones, porque ni el Estado nacional ni los estados provinciales disponen de los recursos humanos y técnicos para dicha tarea; o que depende de otro país para imprimir el papel moneda que necesita su población. Acabar con este deplorable legado es una de las tareas más urgentes: sin un Estado reconstruido y dotado de los recursos que exigen sus múltiples y esenciales funciones, difícilmente la bonanza económica podrá traducirse en progreso social.
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