ESPECIALES • SUBNOTA
› Por Victoria Ginzberg
Cuando en 2006 se instauró el 24 de marzo como Día de la Memoria y se estableció que sería de allí en más feriado nacional, la decisión no me generó grandes expectativas. La sensación era confusa. No estaba en contra, pero tampoco a favor (como el personaje que parodia a las señoras que dejan mensajes en la radio), tenía mis dudas. ¿Lo tomarán algunos como un día de festejo? ¿Aprovecharán para irse de vacaciones? En fin, ¿se terminaría banalizando la fecha? Mi abuela Laura, en cambio, era una defensora entusiasta de la iniciativa y eso me hacía pensar que algo bueno saldría de aquello.
El 24 de marzo del año pasado, en el auto, de camino a la marcha, mi hija mayor, Vera, anunció: “Diego nos contó algo malo que pasó acá hace mucho tiempo”. Entendí que en el jardín habían estado hablando de la dictadura y que, más allá de la buena o mala voluntad de los docentes, el 24 de marzo ya no podía pasar desapercibido en los contenidos escolares porque era una fecha marcada en rojo en el almanaque. Entendí también que no importaba cuánta gente se iba afuera el feriado si un día antes, o dos, o incluso una semana después los maestros en las escuelas hablaban con los chicos y ellos hablaban con sus padres.
“¿Qué les contó Diego?”, pregunté. (Diego era el maestro de sala de cuatro de mi hija.) “Que hace mucho, mucho tiempo, cuando ninguno de nosotros existía, unas personas malas les hicieron mal a otras” (y, además, parece que era muy joven). “Bueno, Vera, no fue hace taaanto tiempo. Papá y yo sí existíamos”, le dije. Hasta ese momento, mi hija sólo sabía que sus abuelos estaban muertos y que se habían muerto cuando yo era muy chiquita. Le expliqué como pude, usando sus palabras simples, acorde con lo intuí que una nena de cuatro años puede procesar sobre estos crímenes (aunque los chicos siempre sorprenden), que mis papás fueron algunas de las personas a las que les habían hecho “mal”, que los habían matado y que estaban desaparecidos.
En mayo fuimos al paseo del Bicentenario. Cuando entramos en el pabellón de los Derechos Humanos, Vera preguntó (vio las fotos o lo olió en el aire, vaya uno a saber): “Mamá, ¿esto es algo de los malos?”. Contesté que sí, que ahí se explicaban algunas de las cosas que habían pasado. Ella miró las imágenes y no dijo mucho más, pero lo que más le gustó ese día fue la instalación de las Madres, esa especie de calesita en la que unas estatuas daban vueltas a la Pirámide (bueno, ¡tenía cuatro años!). A la noche, mientras la bañaba, se despachó con todas las preguntas que había acumulado durante dos meses. “¿Por qué las Madres tuvieron que dar vueltas en la Plaza? ¿Por qué nadie las ayudaba? ¿Dónde estaba la policía? ¿Dónde estabas vos? ¿Por qué y cómo te salvaste? ¿Cómo se salvó la bobe (su abuela, mi tía)? ¿Cómo llegaste a su casa? ¿A los chicos no les hacían nada, no? (En este punto omití deliberadamente algunos datos.) ¿Cómo eran los malos? ¿Qué ropa usaban? ¿Tenemos fotos de los malos? ¿Viven los malos? ¿Ahora ya no pasa más eso, no? ¿Dónde están ahora los malos...?” Cuando llegamos a esto suspiré aliviada, como se dice. “Los malos están en la cárcel, encerrados, no pueden salir”, contesté. Ya sé, no están tooodos presos, pero agradecí poder decirle eso a mi hija. Agradecí que fuera cierto y que mi hija pudiera esperar al menos hasta entrar en la primaria para aprender la palabra impunidad. Cada tanto Vera me pregunta: “¿Los malos no se pueden escapar de la cárcel, no?”. Y yo le aseguro que no.
Hasta ese momento creía que los juicios a los represores eran importantes no tanto por el hecho de que unos cuantos centenares de viejos decrépitos fueran detenidos sino más bien porque esos arrestos proporcionan una certeza jurídica sobre lo que había pasado en el país. Las miles y miles de fojas escritas afirman que entre 1976 y 1983 el Estado se volvió criminal y que secuestrar, torturar, asesinar está mal, que no tiene justificativo. Las sentencias ahuyentan la teoría de los dos los demonios y permiten avanzar con el convencimiento de que no tiramos la basura bajo la alfombra. Contribuyen, si no son la base, a lo que algunos gustan llamar “calidad institucional”. Pero esa noche me di cuenta de otra cosa. Así como antes había comprendido la importancia de la fecha marcada en rojo, entendí que los juicios sirven también para algo más importante, más básico, más íntimo. Sirven para que mi hija duerma tranquila. A veces la asustan otros monstruos, pero sabe que los asesinos de sus abuelos no pueden venir a buscarnos.
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