Jue 24.03.2011

ESPECIALES • SUBNOTA

Las espirales del tiempo

› Por Marta Dillon

Hay determinadas fechas en las que es fácil advertir la curva del tiempo, quitarle la ilusión que tensa una línea y que pretende que haya atrás y adelante, hojas marcadas y hojas en blanco en un calendario que nunca se repite. El 24 de marzo es una de esas fechas. Hacia esa marca en el calendario se dirige marzo antes de dar su vuelta, con asfixia parecida los días previos, con algo de alivio cuando la noche se desarma, para mí, en una plaza llena de papeles, olor a choripán y una alegría discreta que da cuenta de lo necesarios que son ciertos abrazos, la falta que hace caminar con otros y con otras en el mismo sentido.

La curva de este año en la espiral del tiempo, ligeramente distinta a la del año anterior. Y a la del año anterior. Y al anterior. Este año, por ejemplo, mi familia es más numerosa que la última vez que marchamos juntos. Tal vez este año tenga que volver a insistir para que vengan todos, los niños, los adolescentes, las adultas. Que no nos venza la fobia, que no dejemos que otros lo hagan por nosotras. O tal vez no.

Entre la perseverancia por hacer profundo el mismo camino y esas ligeras variantes que permiten dar cuenta de que cada paso tiene su impronta y es necesario, así es como se construye la vida, una vida, esta vida.

No puedo recordar cada marzo de los últimos 35 por más que se insista en la palabra memoria. No puedo recordar siquiera a todos los compañeros y compañeras con quienes he caminado los días previos hacia el 24, y el 24 mismo hacia la Plaza, aunque hay algo de esa huella que siempre vuelve. Puedo recordar en cambio las veces que lloramos de impotencia, hace 15 años sin ir más lejos, porque lo que repetíamos entonces era un grito voluntarioso y convencido, pero tan duro de aferrar como una rama de cactus. No decíamos nada que ahora no suene a consigna, incluso repetida: decíamos Juicio y Castigo, decíamos que No Olvidábamos, decíamos que era imperioso recuperar a nuestros hermanos y hermanas apropiados. Eran 20 años del golpe y yo estaba bajo la bandera de H.I.J.O.S. Y ese llanto del que tengo memoria es apenas un detalle de un cuadro más generoso: el del consuelo de quienes hoy se convirtieron en mis hermanos y hermanas, el orgullo de poder ofrecer un brazo a las Madres de la Plaza para que se sostengan de nuestra rabia, la alegría de haber encontrado el lugar en el que queríamos estar en el mismo lugar en el que pretendían habernos dejado: ya no éramos huérfanos –aunque la orfandad sea como una manchita en el iris, la mirada suele fugarse por ahí– sino hijos e hijas de una historia que queríamos contar y que nos contaran de nuevo. Llorar, desde entonces, ya no es lo mismo, es algo más dulce, algo a lo que se vuelve como buscando agua fresca, algo que limpia.

Pero la manera en que transcurre marzo mantiene algo como una constante. Por largo tiempo creí, creímos, que lo único constante era la impunidad. Y aun así nunca dejamos de inventar, de buscar, de creer que lo imposible sólo se demora, pero no siempre se escabulle. La rabia se mantuvo intacta, el grito despierto, el dolor atento, la alegría lista para terminar un escrache bailando en la calle porque la calle así era nuestra. ¿Cómo escribir, a 35 años del golpe, sin apropiarme de un plural que me salvó de tantas maneras la vida? No hubiera podido sola. Todavía me acuerdo de cuánto asfixiaba marzo cuando no sabía con quién caminar. Y ahora, de pronto, ese plural se ha ensanchado. Lo que antes vociferábamos unos pocos, de pronto tiene lugar en la grilla escolar, en el discurso oficial, entre la gente, en el colectivo. En el jardín de mi hijo menor, los más grandes hacen trabajitos en los que aparece la bandera de H.I.J.O.S. ¿Se habrá moderado nuestra bronca, nuestro impulso, nuestra potencia? Puede ser, es lo de menos. No se agotan todas las luchas en una y no está mal desprenderse de algunas costras. La impunidad, puedo decirlo, ya no es la misma, aun cuando no sepa los nombres de los ejecutores de mi madre que quedó tendida en una vereda, cuando tenía, justo, 35 años. Pero puedo contar su historia. Puedo contarla frente a la ley, en un juzgado, buscando condenas. Pocas e insuficientes; condenas.

Hoy, marzo se acerca como siempre, dando cuenta de la curva del tiempo. Pero ya no hay que esperar a esta fecha para que se hable en los medios de la identidad de dos jóvenes criados en las entrañas del poder económico, probablemente apropiados, hija e hijo de padres y madres desaparecidos. De eso se habla. Y es un alivio. Es un alivio aunque la ausencia de Julio López nos haya marcado la cara con una cicatriz fresca y la muerte de Silvia Suppo, su homicidio, no permitan que la rabia ceda. Ni siquiera son los 35 años, el aniversario casi redondo, lo que habilita estas palabras tan íntimas y tan públicas. Es la escucha lo que ha cambiado. Y eso, estoy segura, lo hemos logrado a fuerza de gritos pelados y también gracias a la habilidad para bajar el tono cuando somos invitados e invitadas a hablar.

Este marzo, como todos, se acerca con su dosis de angustia. Y se desarmará después de una cantidad de abrazos necesarios en los alrededores de una Plaza con olor a choripán y esa particular electricidad que genera la acción, el dolor y la alegría compartida.

Nota madre

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