ESPECIALES • SUBNOTA
› Por Martín Granovsky
Vestía una camisa celeste y una campera blanca. Estuve a punto de hacerle un chiste sobre Racing, una condena compartida, pero me pareció que desperdiciaría el momento: Néstor Kirchner era entonces el presidente y estaba solo, recostado contra una pared de la iglesia de San Silvestre. Traté de que hablara sobre el nuevo papa, Benedicto XVI, que había sido entronizado esa mañana del 24 de abril de 2005. Movió la cabeza en señal de que no comentaría nada.
–Igual, nunca vas a declarar en público que la ceremonia no te conmovió –le tiré para provocarlo.
–¿Y vos cómo sabés eso?
–No lo sé. Me parece.
–Y sí... Fue como un acto político frío.
–Gracias, Néstor, ya tengo la tapa. Volanta: “Declaraciones exclusivas del presidente Néstor Kirchner en Roma”. Título: “Fue como un acto frío”.
–No vas a poner eso...
–Sí, claro. ¿Por qué no?
–Porque te dije que no iba a hablar. Y ustedes los periodistas cumplen los pactos profesionales, ¿no?
–Era una broma, Presidente –cambié llamándolo por el título que le daba su investidura–. No estábamos conversando formalmente. Igual, ya sé cuál será mi otra nota del día. La primera es la del nuevo Papa en el trono de San Pedro y ya la mandé al diario. La segunda contará el mensaje implícito del presidente argentino.
–¿Ah sí? ¿Y cuál es?
–Haber ido de mañana a la ceremonia en el Vaticano y programar, para la tardecita del mismo día, un homenaje a los palotinos asesinados por la dictadura.
Néstor Kirchner se rió sin contestar nada y bajó las escaleras rumbo a las catacumbas de San Silvestre, en el centro de Roma.
El 4 de julio de 1976 una patota militar al mando del marino Antonio Pernías, según la rigurosa investigación del periodista Eduardo Kimel, asesinó en San Patricio, Estomba al 1900, del barrio de Belgrano, a los sacerdotes Alfredo Leaden, Pedro Dufau y Alfredo Nelly y a los estudiantes Salvador Barbeito y Emilio Barletti.
En las catacumbas de San Silvestre había un ambiente de olor ácido por la humedad. Los arqueólogos estudiaban una pared para determinar si no era una antigua muralla romana. Cerca de los retratos de San Dionisio y Santo Stefano había una mesa y sobre ella un libro. “Con memoria, con verdad y con justicia”, escribió Cristina Kirchner. “Dios bendiga la memoria”, puso el ministro del Interior Aníbal Fernández. Néstor Kirchner firmó “en nombre del pueblo y del Estado argentino” un texto que dice así: “Venimos a traer nuestro profundo reconocimiento a nuestros hermanos palotinos, asesinados vilmente por la dictadura militar. Justicia y memoria, nuestros objetivos permanentes”.
Después de la firma se le acercó un cura irlandés con un regalo. Le dijo que si abría el envoltorio encontraría un objeto útil para el frío patagónico y, agregó, “para otros fríos que a veces hay cuando se está en el gobierno”. Era una botella de whisky Jameson. Irlandés, claro.
Kirchner venía de protagonizar una polémica con el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, tras anunciar que viajaría a Roma para la entronización del nuevo Papa pero no, antes, a las exequias del Papa muerto, Juan Pablo II.
Bergoglio criticó a los “progresistas adolescentes” y también a “los democráticos gurúes del pensamiento único, que confunden el proceso de maduración de las personas y de los pueblos con una fábrica de conserva en lata”.
“Para algunos tener convicciones es ser adolescente –replicó Kirchner durante un acto en La Matanza–. Prefiero ser adolescente toda la vida.”
Otro hecho que prologó el viaje al Vaticano y el homenaje a los palotinos muertos fue la cesantía, dispuesta por el Gobierno, del obispo castrense Antonio Baseotto. En febrero, Baseotto había cuestionado la política del entonces ministro de Salud y actual embajador en Chile, Ginés González García, de reparto público de preservativos. “Quienes escandalizan a los pequeños merecen que les cuelguen una piedra de molino al cuello y los tiren al mar”, dijo, y cuando el escándalo se desató quiso escudarse en una cita del Nuevo Testamento. El Vaticano no aceptó la cesantía, pero el Estado dejó de pagar a Baseotto el sueldo que le asignaba, presuntamente, porque la Constitución, aun la reformada en 1994, afirma en su artículo segundo que “el gobierno federal sostiene el culto católico, apostólico, romano”.
Baseotto no era un flojo de lengua sino un miembro del sector de la jerarquía católica que alentó la represión como una guerra santa y bendijo la tortura. Además, tenía el respaldo de Esteban Caselli, caballero de la Soberana Orden de Malta, de fuertes nexos con la organización fascista Propaganda Dos, ex subsecretario general de la presidencia con Carlos Menem, luego su embajador en el Vaticano, secretario general de la gobernación bonaerense con Carlos Ruckauf y secretario de Culto con Ruckauf canciller y Eduardo Duhalde Presidente. Partidario de Silvio Berlusconi, Caselli es el mismo personaje que hoy, como senador por una fracción de los italianos en el exterior, está a tiro de pesquisa de una investigación de la Justicia italiana sobre fraude en las últimas elecciones.
Católico practicante en su infancia, hijo de madre croata, Kirchner no parecía serlo ya como presidente. Pero ni hablaba del tema. Tampoco atacaba a la Iglesia como tal o a los cristianos en su fe. Sin fatigar la palabra “laicismo”, era un laicista práctico que aseguraba respetar las creencias privadas y al mismo tiempo buscaba ser parte de la corriente que quiere extender los derechos civiles y limitar la participación del Estado en la vida de cada uno.
Como diputado, en 2010, uno de los últimos actos públicos de Kirchner fue votar por el matrimonio igualitario. El proyecto lo habían comenzado a impulsar legisladores de varios partidos luego de una presentación inicial socialista y el activismo de organizaciones no gubernamentales como la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans.
En esta historia de Kirchner que arranca en las catacumbas de San Silvestre solo queda una duda: en qué momento de los años que pasaron de 2005 a 2010 se bebió el Jameson.
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