Sáb 27.10.2012

ESPECIALES • SUBNOTA

Imágenes de N

› Por Horacio González *

Las escenas del Sur se me hacen borrosas. El recuerdo fija los hechos retrospectivos con cierta exageración y a veces la idea de un destino ayuda para considerar episodios sueltos como si fueran una premonición. Pero podemos ir un poco más allá, hacia la Universidad de La Plata en los años ’70. Allí la memoria encuentra auxilio en lo que, además de ser fácilmente imaginable, sigue siendo motivo de debate para toda una generación. Si un buffet de abogado en Río Gallegos parece difuso, un pasillo platense del viejo edificio de la Calle 7 podría ser fácilmente representado. Todos gritamos algo o mucho en ésos u otros pasadizos. Imaginemos una agrupación denominada Eva Perón. En esos tiempos se trataba de recobrar el nombre que había tenido dos décadas antes la ciudad de La Plata. El peronismo, para miles y miles de personas, se proponía como cicerone de fogosos retornos. Tanto en los hechos colectivos como en el dadivoso garabato de la imaginación.

La militancia estudiantil suele encontrar su fuerza en su disponibilidad sin condiciones. Es un noviciado que perdurará de diversas maneras en los avatares futuros. Enteras cofradías de abogados o ingenieros pueden mentar mucho después las imágenes militantes del pasado y el modo en que en cierto tiempo postrero perduran. O bien se difuminan, en esas vidas que se creían habitadas por lo incondicionado. La Plata fue una ciudad alcanzada por una represión redoblada. La vida en las pensiones estudiantiles se hizo peligrosa. Apareció un avieso signo en las conciencias entusiastas de la época; algo que la quebraba. Hubo una diáspora, inevitable suceso que a lo largo de la historia toca de muchas maneras a grupos, generaciones y conglomerados humanos. Hubo que pensar, además, si se seguía una ensoñación, la vía armada. No como prefiguración obligada o mentalidad de época surgida de los vibrantes espectros de las revoluciones presentes y pasadas, sino como opción personal, específica, existencial.

La vuelta a la ciudad natal es un movimiento conocido. Maneras de un exilio, de un gesto de retiro que guarda las posibilidades de vida y deja atrás el trasto de un remordimiento. ¿Actuamos en un mundo de ideas que contrastan entre sí y las elegimos libremente? ¿O por debajo de todo ello está la desconocida fibra interior que cubre de razonamientos y justificaciones un resorte secreto que nos lleva a preservar nuestra existencia? No se hace política a pesar de esto, sino precisamente porque queremos explicar esto. No veo de otro modo la figura de N en sus años de Río Gallegos, en los que parece intuirse, luego de agotada su figura de militante universitario, una carrera política de forma tradicional. Eso hubo, sin duda. Es lo que hace de N un político que cargaba una aparente cancelación pública de un pasado y una penitencia secreta por ese mismo pasado.

En aquellas previsibles unidades básicas de una ciudad ventosa –así debemos intuirla– no parecía existir el utopismo estudiantil de la Universidad donde habían sido rectores Joaquín V. González y Alfredo Palacios. Pero se estaba elaborando una frase entre la maraña menos majestuosa de todas las frases que un intendente y un gobernador deben pronunciar a diario. Por ejemplo, futuras frases como “somos parte de una generación diezmada”, o “somos hijos de las Madres de Plaza de Mayo”. Tales frases eran protoformas que esperaban su emisión definitiva en tiempo y lugar adecuados. Un lugar de fusión entre el remoto estudiante que no había extinguido las anteriores estrías de su memoria, y un espacio físico cuya toponimia sabemos todos: Plaza de Mayo. En uno de sus primeros discursos desde el balcón, señaló un ángulo allá abajo: “Allí estaba yo en el ’73”.

Cuando preguntan qué vimos, qué experimentamos con esas palabras, los que cuestionan no saben, no tienen a su alcance la idea de un tiempo circular, algo mítico, es cierto, pero muy alejado de lo que consideran el gazapo de un político astuto. Arriesgo mi tesis sobre N. N no era astuto. En verdad, N era un ingenuo. Tenía en su conciencia una olvidada arenga estudiantil, un abandonado resorte que resurgiría como lo que es propio de una conciencia culpable. Apresuro la aclaración: la conciencia culpable es la honra de los realizadores, la cosa grande que anima las conciencias políticas al margen de todo cálculo. Aunque los hayan hecho. Aunque, incluso, creyesen que eran calculistas cuando en realidad actuaban en nombre de un callado candor estudiantil. Que negoció, batalló con lenguajes rudos con toda clase de personajes seudorrespetables, que habló el idioma del político realista o, como suele decirse, pragmático. Sí, porque había como si dijéramos dos almas en N. Por un lado, estaba la veta del político que trataba con respeto devocional las circunstancias empíricas que reclama siempre lo político. Por otro, la aptitud y la vocación para hacer un llamado. ¿Cuándo llega un político a la edad del llamado? Difícil decirlo: para eso se precisa más candor que artificios, lo que no es comprendido por los que se fijan solo en el Kirchner que manejaba todas las vetas sagaces del ensayo y error de un político. Pero no hacía otra cosa que llamar, dale que dale en el teléfono y en la ardua telepatía del intercambio simbólico entre épocas. Fue un político telefonista, hizo del llamado un modo de recordarles a todos que, detrás de nuestras trivialidades, había otro vector encerrado que era necesario liberar. El de un pasado contrito, y la posibilidad de redimirnos viéndonos otra vez al costado de la Plaza, con la muchedumbre que va de la esperanza al miedo, y del miedo a la esperanza. Viéndonos en el futuro del pasado y viceversa, solo con melancolía vital, sin mitologías de ocasión.

Llamó a muchos, directa o indirectamente. Me llamó a mí, entre tantos y tantos. Ahora prefiero ensayar la rememoración o el ensayo de invocarlo con una suerte de omisión litúrgica. Quizás debamos recordarlo, a fuer de seguir en estas luchas, con un ideograma no místico, pero sí sugerente de nuevas posibilidades de nombrar las cosas. Me parece inevitable que esta necesidad surja ahora. Se ha abusado de la letra inicial de su apellido, enclaustrándolo en una cifra que lo enclava en un momento tieso del alfabeto. ¿K? Sea. No obstante, diciendo N refrescamos su relación con el acto principal de la política: ofrecer nombres. Fijémonos en su itinerario de La Plata a Río Gallegos y de Río Gallegos a Buenos Aires. En el mapa se dibuja así una suerte de letra N, desde abajo hacia arriba del territorio, hacia la ciudad estudiantil. Luego hacia abajo, la vuelta al pago y el inesperado llamado posterior, trazando la patita ascendente de la letra, que lo sitúa en esa Plaza, que también lo incluía y nos incluía: yo estaba allí.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

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