Sáb 27.10.2012

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El legado

› Por Mario Rapoport *

La conjunción de la debacle económica con la fractura de la legitimidad neoliberal impuso la necesidad de articular en la Argentina una salida de la crisis del 2001. Por un lado, para responder, en el plano material y de manera urgente, a las acuciantes necesidades de los vastos estratos sociales caídos en el desempleo o sumergidos en la pobreza o la indigencia. Por otro, para desplazar el eje de la economía desde lo financiero hacia la esfera productiva. En este sentido, el rechazo a lo acontecido durante los años noventa constituyó el núcleo central del planteo que el gobierno de Néstor Kirchner enarboló desde el 2003 en aras de revertir la precaria legitimidad de origen que derivaba del magro porcentaje de votos con que había alcanzado el poder.

Desde su discurso de asunción, que sonaba muy distinto de la ideología neoliberal que había dominado hasta allí por interminables décadas el panorama político y económico del país, Kirchner retomaba diversos aspectos de la experiencia vivida durante la industrialización sustitutiva. Entre otros, el objetivo del pleno empleo, el desarrollo de la industria nacional, la recomposición del mercado interno, la reivindicación de la soberanía política y el afán de emancipación respecto de intereses extranjeros, ahora representados por el FMI y favorecidos por la gran deuda externa. Se planteaba también terminar con el default, ampliar la presencia comercial en el mundo y, sobre todo, revertir una situación social crítica. La política de derechos humanos, la profundización de los mecanismos de integración regional y otros aspectos de la política exterior acompañaron este proceso.

Salir del cerrojo de la Convertibilidad fue el primer paso, necesario aunque no suficiente, dado en 2002 por el gobierno que lo precedió, pero que condujo también, con la devaluación del peso, a mayores niveles de desigualdad y problemas sociales. La clave estuvo, desde un principio, en comprender que era preciso aprovechar las nuevas circunstancias internacionales para desendeudar al país, en momentos en que la economía mundial había comenzado un desenfrenado incremento del endeudamiento público y privado, cuyo origen estaba en la desigualdad de ingresos y las políticas neoliberales. Como lo marcaba la experiencia argentina, que fue precursora en este sentido, el mundo desa­rrollado aplicaba medidas que favorecían a las grandes fortunas y perjudicaban a los sectores medios y bajos. Esto suponía en los países ricos disminuir el consumo; abaratar costos trasladando procesos de industrialización hacia la periferia y aumentando el desempleo de sus propios ciudadanos, y arriesgar inversiones en el casino de los mercados financieros. Políticas y procesos que ya se advertían negativos, lo que obligó a adoptar, para paliarlos, una solución espuria: endeudar a los Estados y a las familias cuyos ingresos se reducían. Aquí no fue exactamente igual porque la palanca crediticia no funcionaba del mismo modo, aunque el falso tipo de cambio permitió un fugaz mantenimiento del consumo mientras la economía real se hundía por el cierre de las empresas que no podían competir con las importaciones baratas, y esta burbuja tuvo los mismos efectos destructivos que en el Norte desarrollado.

Darse cuenta de ello no era fácil en un país como el nuestro, acosado por intereses internos y externos que se resistían al cambio, arruinado económicamente y con un grave déficit social. La nueva oportunidad que se abría, favorable (para nosotros) en la economía internacional, podía derivar en otra frustración. Un país que crecía, pero atado aún al carro de la especulación financiera y en beneficio de unos pocos. El desendeudamiento era entonces una prioridad y así se hizo: una segunda atadura, luego del abandono de la Convertibilidad, dejaba de serlo. Había que tener cierta clarividencia para comprender por anticipado lo que ocurriría a partir del 2007, o al menos hacer una buena lectura de lo que nos había pasado con la experiencia propia. Eso ya era un mérito, pero no significaba todo.

Dar un nuevo papel al Estado, reindustrializar el país y redistribuir los ingresos constituían tareas pendientes, que se fueron cumpliendo poco a poco. Todo ello dio lugar a una notable recuperación, con un crecimiento del producto, que salvo una caída en el pico de la crisis, se mantuvo durante nueve años, caso único en la historia argentina. En todo ello Néstor Kirchner, que puso siempre la política delante de la economía, jugó como conductor un rol clave, con aciertos y errores, empujado por una férrea voluntad de cambio que terminó costándole la vida.

No fue menor su aporte en el proceso de transformación del mapa político de América del Sur, donde se fortalecieron estrategias heterodoxas y autonómicas que apuntaron a encontrar soluciones propias para los problemas históricos de la región. Con su impulso, junto a Lula, Chávez, Morales y otros presidentes, se inauguró una nueva instancia regional que completaba y reforzaba estratégicamente el Mercosur: la Unasur (Unión de Naciones Suramericanas), señalando un camino para la consolidación de los intereses de los países que la integran mediante la conformación de un bloque común frente a los grandes poderes mundiales. Como fruto de ello se fueron encadenando otros hechos significativos como el rechazo conjunto al ALCA (Area de Libre Comercio de las Américas) propuesto por EE.UU.; la incorporación formal de Venezuela al Mercosur, un punto álgido en las relaciones regionales; y la participación de Argentina y Brasil en el G-20, un reconocimiento internacional de la importancia que había adquirido la región.

El recuerdo de Néstor Kirchner está también fuertemente asociado a estas instancias, que lo tuvieron como protagonista y marcaron su estatura de estadista. Ese fue su legado.

* Economista e historiador.

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