Lunes, 10 de diciembre de 2007 | Hoy
Dudar de la honestidad de las policías, sospechar sobre la corrupción de las burocracias, considerar a la Justicia como no equitativa, estimar que los mecanismos de control estatal son poco o nada confiables, pensar en la falta de eficiencia de los establecimientos públicos de cuidado de la salud se han convertido en opiniones corrientes. La política deberá dar respuesta a ese escenario.
Por Ricardo Sidicaro
Desde hace más de una década, los estudios sobre la opinión pública realizados en nuestro país constatan que alrededor de la mitad de la población tiene escasa o baja confianza en las instituciones estatales. Los porcentajes de descontentos con las instituciones son sensiblemente más elevados que los que se registraban hace un cuarto de siglo, cuando el restablecimiento de la democracia despertó entusiasmo colectivo. De todas maneras, según las encuestas no ha mermado la proporción de personas que siguen creyendo que el régimen democrático es la mejor manera de organizar la vida política nacional. Es decir, las críticas al funcionamiento de las instituciones públicas no disminuye las adhesiones a la democracia ni trae simpatías por las dictaduras. A fuerza de su presencia constante, la desconfianza en las instituciones se ha ido naturalizando y las preguntas por las causas del problema y las alternativas para solucionarlo han tendido a desaparecer de los debates políticos. Dudar de la honestidad de las policías, sospechar sobre la corrupción de las burocracias –provinciales o municipales–, considerar a la administración de Justicia como no equitativa, estimar que los mecanismos de control estatal son poco o nada confiables, pensar en la falta de eficiencia y de eficacia de los establecimientos públicos de cuidado de la salud se han convertido en opiniones corrientes. Probablemente, muchos de los que tienen esas miradas críticas sobre las instituciones no se vieron negativamente afectados por ellas, pero comparten un sistema de creencias que se alimenta de informaciones, directas o indirectas, que estiman verosímiles. Esto es así a tal punto, que no son pocos los que se sorprenden cuando encuentran instituciones públicas que funcionan adecuadamente. La población no suele achacar los problemas mencionados a uno u otro gobierno, sino que los percibe como incapacidades estatales que perduran más allá de los cambios de los elencos que dirigen las cúspides del Estado. No se trata, pues, de cuestiones atribuidas a la actuación de determinados partidos políticos y la prueba de esto es que la desconfianza recae en los partidos en general. En fin, el hecho de que no estamos en presencia de una mirada escéptica indiscriminada lo muestran los elevados índices de confianza, alrededor de un 70%, que esas mismas encuestas registran cuando se pregunta por las universidades.
La magnitud de los juicios críticos expresados por la población sobre las instituciones públicas debió incidir en las decisiones de los gobiernos provinciales y nacionales que emprendieron reformas administrativas o del Estado. Las modernizaciones de los aparatos estatales suscitaron no pocos estudios técnicos y varios simposios nacionales e internacionales, y la lectura de los mismos muestra que esas actividades se desarrollaron en un nivel de calidad similar o superior a los que se realizan en otros países. Es probable que se hayan emprendido reformas importantes de algunas instituciones públicas aún cuando la desconfianza planteada como una creencia general se mantenga. Si esto fue así, cabe suponer que las reformas no brindan efectos captables inmediatamente por la población o bien que aparecen como insuficientes o, en fin, que existen hechos puntuales que realimentan las creencias disconformes con los funcionamientos institucionales.
A los efectos del tema que interesa a esta breve nota, digamos que los déficit de las mencionadas actividades burocráticas percibidos por integrantes de todos los sectores sociales difícilmente podría atribuirse a las campañas ideológicas de los ya clásicos discursos antiestatistas. En ese sentido, cabe señalar que en los referidos estudios de opinión las respuestas favorables a la intervención del Estado en cuestiones económicas y sociales han registrado un notable aumento en comparación con lo que sucedía en los años ‘90. Ahora no se pide menos acción estatal sino mayor eficiencia de la misma. Veinticinco años de democracia y de libertad de información, en un contexto nacional e internacional que conoció un gran salto en materia de modernización de la vida y las costumbres, han dado como consecuencia el surgimiento de una amplia capa de ciudadanos más exigentes y más conscientes de sus derechos, lo que se refleja en el crecimiento de sus exigencias hacia las instituciones estatales. Cuando se dejan de lado estos últimos aspectos se corre el riesgo de achacar todo la desconfianza a otros factores que igualmente existen pero que distan de explicar la totalidad del fenómeno. En términos generales puede afirmarse que cualquier elenco gubernamental nacional, provincial o municipal se enfrenta inevitablemente con un amplio número de ciudadanos descontentos con algunas, o casi todas, las dimensiones de los funcionamientos institucionales. No es para nada paradójico que esa desconfianza afecte negativamente el mismo funcionamiento de las instituciones cuestionadas y debiliten los eventuales efectos positivos de los eventuales planes de reformas. Es habitual hablar de la desmoralización de las burocracias públicas ante el escaso reconocimiento social que tienen sus funciones. Para quienes gobiernan, la desconfianza en las instituciones supone un debilitamiento de las capacidades estatales de las que formalmente disponen. Por otra parte, como la diferencia entre Estado y gobierno no ha sido nunca clara en la cultura política argentina, las ineficiencias y corruptelas de los diferentes tipos de agentes estatales provocan el deterioro de los gobernantes. Esto no significa que los mayores problemas no recaen sobre la población en general.
La situación muy resumidamente planteada abre una serie de interrogantes a los cuales no pretenderemos responder de modo exhaustivo. Si algunos funcionamientos de instituciones públicas deben sus deficiencias a la escasez de salarios, a los reclutamientos clientelistas de personal, a una prolongada abdicación de los responsables gubernamentales ante las presiones de sindicatos estatales que expresan mentalidades desentendidas del interés general, al carrerismo acomodaticio que según muchas observaciones anida en no pocos miembros del personal judicial, a la falta de actualización de los docentes mal pagos desde hace mucho, es probable que la suma de obstáculos, distintos en cada sistema institucional particular desaliente la realización de las reformas que podrían dar mayor confianza social a los mismos. Pero las consecuencias de no mejorar los desempeños y la racionalidad de la acción burocrática se mide luego en los índices: cuando se debilita la creencia en la eficiencia policial o judicial crece la tasa de delitos protagonizados por sujetos de todos los sectores sociales, ya que se amplía la ideas de la impunidad; la baja confianza en el funcionamiento en los sistemas públicos de salud siembra enfermedades y muertes en los sectores más pobres de la población; los controles estatales pensados como deficitarios son un factor estimulante de la evasión impositiva, de los abusos de las grandes empresas, de la destrucción del medioambiente, etc.
El fenómeno de la pérdida de confianza en las instituciones públicas, como lo analizaron recientemente autores como Ulrich Beck o Pierre Rosanvallon, se registra desde hace varios años en muchos países y no es ajeno a la caída del reconocimiento de los grandes partidos políticos y a la mayor reflexividad, individual y colectiva, característica de la actual etapa de la modernidad. En nuestra época, existe un creciente número de personas que tienen preocupación por los problemas públicos y que se desinteresan o critican a los partidos a los que juzgan anacrónicos o guiados por la búsqueda de beneficios para sus dirigentes. Uno de los resultados de estas transformaciones ha sido el surgimiento en la sociedad civil de asociaciones que se establecen en el espacio público para denunciar los abusos, los malos procedimientos, la molicie o la corrupción de quienes no cumplen con sus obligaciones en los más diversos órdenes de las instituciones estatales. En no pocos casos, esas asociaciones operan como poderosos aguijones de los gobiernos para que reformen los sistemas institucionales deficientes. El caso argentino no se aparta de ese modo de acción de la sociedad civil, y las Madres de Plaza de Mayo fueron precursoras mundiales al respecto. Es probable que la combinación, no exenta de conflictos, entre los más activos críticos de las instituciones públicas y los gobernantes estatales pueda servir para impulsar a estos últimos a llevar adelante mejoras institucionales que, en principio, despertarían las resistencias de los beneficiados con el statu quo.
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