ESPECTáCULOS › GILDA, RODRIGO, WALTER OLMOS, LA TRAGEDIA QUE SE REPITE
Bailanta: vivir rápido, morir joven
Los tres murieron de manera violenta y sorpresiva, generando la sensación de que un destino trágico envuelve a toda la movida tropical. El éxito rápido, y la necesidad de mantenerlo, obliga a los músicos a exponerse a rutinas agobiantes. Una sensación de invulnerabilidad parece dominarlos, pero la realidad suele terminar mostrando la cara más siniestra del negocio.
Por Fernando D´addario
La muerte, que suele ser tan democrática en sus elecciones, se interpuso prematuramente –y con cierta saña direccionada– en las vidas bailanteras de Gilda, Rodrigo y Walter Olmos. De todas las muertes que uniforman a ricos, famosos, músicos, actores, deportistas, ya sean talentosos, mediocres o advenedizos, éstas se destacaron por dibujar un perfil pretendidamente diferenciado. En los tres casos el final tuvo, como penoso agregado, la violencia que lleva implícita toda sorpresa. Gilda murió el 7 de setiembre de 1996 en el kilómetro 129 de la Ruta 12, cuando el micro que la llevaba junto con su banda rumbo a un show de madrugada en Chajarí, chocó contra un camión y se incendió. Tenía 34 años. Rodrigo se mató de madrugada, en la autopista Buenos Aires-La Plata, a la altura de Berazategui, después de una dudosa maniobra que involucró al hasta entonces ignoto empresario Pesquera. Tenía 27. A los 20 años, Olmos, hace diez días, se pegó un tiro en la sien, en una modesta habitación del San Cristóbal Inn, disparando de paso las más variadas versiones sobre la naturaleza y las motivaciones de su acto: accidente, juego macabro, suicidio.
En este país, sugiere la estadística inducida, los músicos emblemáticos de la movida tropical no mueren de viejos, ni aburguesados por una comodidad económica y una estabilidad familiar bien ganadas. Podría pensarse que una suerte de determinismo histórico los guía hacia un final común teñido de violencia, heredero de ese destino trágico que, en tiempos más prósperos, parecía ser patrimonio exclusivo de los boxeadores. En términos de show business toman prestado un postulado rockero: vivir rápido y morir joven concluye, por efectos del morbo y la fatalidad, en un cadáver tan hermoso como redituable. Plantear la hipótesis de que la movida tropical ocupa hoy en la Argentina el vacío de adrenalina que antes aportaba el rock obligaría a un análisis más exhaustivo. Pero es cierto que, para mucha gente, los bailanteros constituyen hoy un grupo de riesgo, señal de alarma que antes estigmatizaba a los rockeros. En efecto, en los años felices del flower power, Brian Jones, Janis Joplin, Jim Morrison y Jimi Hendrix, entre otros, alimentaron el catálogo primermundista de muertos ilustres. En los años oscuros de la declinación alfonsinista, Luca Prodan, Federico Moura y Miguel Abuelo escribieron la página mortuoria que veinte años de historia de rock nacional exigían para su reciclamiento. Allá y acá, cada cual con sus matices, todas esas muertes estaban regidas por un patrón: el riesgo, corporizado en el sexo y las drogas. Pero era un riesgo conducido por un espíritu contracultural, de choque explícito contra las convenciones del sistema. El riesgo que corren los bailanteros describe la parábola inversa. Deben batallar contrarreloj para sobrevivir en medio de un sistema que los agobia. El éxito, aunque efímero, los hace sentir invulnerables. Cuando los descarta, ya es tarde.
No debe seguirse, sin embargo, un método reduccionista para abarcar a un género tan heterogéneo como sinuoso en sus límites. Hay quienes sostienen que la bailanta per se fabrica muertos prematuros, con la misma naturalidad con que se atribuye a los villeros –siempre según ese plano de razonamiento– una prejuiciosa presunción de delincuencia. Existe un claro síntoma de desprecio social en la certeza de que el “submundo” (ya el término lo indica) de la movida tropical sólo puede provocar tragedia y muerte. Lo que mata no es la bailanta, sino las reglas del juego que la exceden, que atañen a un país que sólo puede prometer éxito para unos pocos, los elegidos, los que pueden ser removidos y eclipsados a la vuelta de cada esquina, dentro de un mes, dentro de un año. Hay que apurarse, porque el olvido no perdona.
Gilda, Rodrigo y Walter Olmos pertenecían a mundos distintos. Gilda era una maestra jardinera nacida en Villa Devoto, portadora, hasta el momento de su muerte, de una módica fama en el circuito bailantero más tradicional. Su figura no encajaba en los cánones bailanteros de su tiempo, que privilegiaban la fabricación en serie de jovencitosglamorosos, pelilargos y abrillantados. Para colmo no fue tentada, en vida, por ningún escándalo mediático. Padecía en silencio un problema físico (sus pies sangraban, estaban permanentemente llagados, y sufría al caminar) que no podía blanquear para no perder actuaciones. Sin embargo, debió mediar la fatalidad –un choque absurdo, que se llevó entonces la vida de su madre, de una hija y de cuatro personas más– para hacer trascender su espíritu jovial y sencillo, de bajo perfil, hacia la imagen beatificada y milagrosa que se proyectó sobre su tragedia. Rodrigo, en cambio, sí fue un símbolo de su tiempo. Resultó, sin querer, un paradigma del menemismo: el héroe de ascenso rápido, el artista deglutido por la cáscara del personaje, el pelo teñido de azul, el hombre obligado a ser potro en las bailantas de Laferrere y en el casino flotante de Puerto Madero, el vértigo farandulesco, la 4x4 estrellada en una ruta, de madrugada. Las palabras “corrupción” y “mafia” también multiplicaron su centimetraje en las horas y los días posteriores a su final, como si una muerte hubiese podido definir la naturaleza más íntima de una década.
Ya no está Menem en la Casa Rosada, pero la cultura que impuso parece haber dejado un estigma difícil de diluir. Hace diez días se mató Walter Olmos. Un accidente, un juego macabro, un suicidio. Quién sabe. El catamarqueño ex chico de la calle, el que robaba para comer y logró redimirse por su devoción a la Virgen del Valle y su milagroso ascenso al estrellato, no pudo resistir su propia apuesta. Quedó atrapado en los fragores de un sistema que desconocía. Vendió 50 mil discos en veinte días, metió 20 mil personas en el Luna Park. Hacía diez shows por noche. Su madre, su manager, pedían más, pero él decía: “Estoy convencido de que esto no va a ser para siempre”. Muy a su pesar, estaba descubriendo la esencia del asunto.