ESPECTáCULOS
“Hay demasiada leyenda en torno de los inmigrantes”
Juan Carlos Gené dirige una nueva puesta de “Stefano”, de Armando Discépolo, que relativiza la épica sobre la ola de inmigración vivida en la Argentina de comienzos del siglo XX. “Nos habla de esa trastienda de nuestro país, un espacio de frustración y persecución de fantasías”, detalla.
Por Hilda Cabrera
Los deseos y las frustraciones de los inmigrantes de comienzos del siglo XX en la Argentina han sido retratados de manera excepcional por Armando Discépolo, autor nacido y muerto en Buenos Aires (1887-1971), que se dedicó además a la traducción y adaptación de piezas de autores extranjeros y a la dirección teatral. En Stefano, de 1928, obra que subió a escena ayer en el Teatro Nacional Cervantes, la fragilidad de quienes llegaban al país con la esperanza de una vida mejor se convierte en estampa de una época. En diálogo con Página/12, el director Juan Carlos Gené (también dramaturgo y actor, pero no en esta ocasión) pone al personaje de Stefano a la misma altura que el Edipo de Sófocles. “Es nuestro clásico”, apunta, sin olvidar por eso al Mateo de la obra de igual título escrita en 1923 por Discépolo, autor entre otras piezas de El organito (1925), escrita en colaboración con su hermano Enrique Santos, Babilonia (1925), Amanda y Eduardo (1931) y Cremona (1932).
En esta nueva puesta de Stefano (“grotesco en un acto y un epílogo”, según la edición de 1928, año de su estreno en el teatro Cómico por la compañía de Luis Arata), Gené dirige a un elenco integrado por Luis Brandoni, Perla Santalla, Horacio Roca, Beatriz Spelzini, Daniel Tedeschi, Daniela Catz, Mariano Miquelarena y Esteban Pérez. En esta historia de inmigrantes no aparecen los triunfadores. La conclusión a la que llega el napolitano Alfonso, padre de Stefano, pinta ese fracaso. El hombre vendió todo lo que tenía en su tierra natal en pos de una ilusión: la de lograr mejores condiciones de vida, “ideale –dice– que no s’alcanza”, que se parece a correr detrás de una mareposa. En opinión de Gené, los temas que expone el autor nos sensibilizaban aún hoy, cuando son muchos los argentinos que emigran. “Discépolo nos habla del trasfondo de los hechos, de esa trastienda que en nuestro país es siempre la misma: un espacio de frustración y, al mismo tiempo, de persecución de fantasías e ideales inalcanzables”, resume.
–Un trasfondo que tal vez estaba muy presente cuando escribió esta obra...
–Discépolo la estrenó en 1928, el año de mi nacimiento. Había finalizado la presidencia de Alvear y comenzaba el segundo período de Yrigoyen, derrocado dos años más tarde por el golpe militar de Uriburu. El proyecto constitucional hacía agua. Stefano corresponde a un período en el que se llora por algo que nunca llegó a concretarse y que se presiente que nunca se logrará. Es una experiencia muy argentina ésa de sentir nostalgia de algo que se cree haber perdido cuando en realidad no se tuvo nunca.
–Eso es lo que manifiesta Stefano cuando toma conciencia de que su vida concluye sin haber empezado. Esta es también hoy en la Argentina una impresión generalizada, y puesta de manifiesto aun por quienes han tenido experiencias valiosas.
–Y las siguen teniendo. Porque a pesar del desastre político y social que estamos padeciendo, hay en nuestro país una gran efervescencia creativa. Cuanto más se nos niega, más vitalidad mostramos desde lo cultural. Lo veo como un resarcimiento ante tanta miseria. Lo insólito es que frente a la agonía de un final que nunca se da, el impulso de vida sea tan fuerte. Es una contradicción difícil de interpretar.
–Quizá pueda interpretarlo desde lo personal, a partir de la coincidencia de que nació en 1928 y cuenta con una trayectoria artística importante.
–En el mito familiar mío, puedo decir que estuve en la Plaza de Mayo el 12 de octubre de 1928. En la panza de mi madre, que celebraba la segunda presidencia de Yrigoyen. Mi abuelo había sido ministro en la primera presidencia. Siendo chico, y después, imaginé verla entre la multitud. No puedo decir que recuerde el golpe militar del ‘30, pero creo que algo de ese clima de miedo y tristeza quedó en mí. No sé si por lo que contaba mifamilia o por mi memoria, creo recordar el ruido que producía el paso de la caballería por los adoquines de la avenida Córdoba. Nosotros vivíamos en Córdoba y Billinghurst. Creo que ese lapso del ‘28 al ‘30 está contenido en Stefano, donde hay una combinación de euforia y fracaso. Discépolo intuye así a nuestro país.
–Una de las diferencias, respecto del presente, es que en la obra los personajes son básicamente inmigrantes...
–Pero el fenómeno de la inmigración nos ha marcado profundamente. Habitualmente se dice que los argentinos descendemos de los barcos. Esa es una frase graciosa que pretende negar una existencia anterior, donde hubo que pelear por la independencia y padecer guerras civiles. Ocurre que el inmigrante, el que deja el lugar en el que ha formado su personalidad y su yo, cuando llega a un país como la Argentina, donde se fantasea tanto, se enfrenta a un drama. Esa masa de dolor de los que trabajosamente fueron rearmando su vida se ha incorporado a nuestra nacionalidad. No me refiero al desarraigo sino a esa herencia de dolor, de sensación de pérdida de la que muchos argentinos no nos desprendemos. Es posible que yo sea neuróticamente sensible a este tema, porque a mí también me tocó emigrar en los años de la dictadura militar. Pero fue otra época, diferente de aquélla en que un viaje como ése se hacía una vez en la vida, y para no regresar. Sobre los inmigrantes en la Argentina ha habido siempre una leyenda rosa que debiera matizarse con algunas verdades.
–En cuanto al personaje de Stefano, no muestra sólo el deseo de alcanzar un mejor nivel económico sino también el de cumplir un sueño artístico. ¿Eso es, como diría otro personaje, Alfonso, correr detrás de una mariposa que nunca se alcanza?
–¿A quién se le podía ocurrir que en la Argentina de los años 20 surgiera un gran compositor de ópera? El fracaso de Stefano era inevitable. El quería ser como Verdi, y eso era imposible, porque se trataba de otra cultura. En la obra no hay juicio alguno sobre el talento de Stefano, pero se deja en claro que la fantasía y la vocación de ese hombre no tiene espacio en un país donde desde comienzos del siglo XIX se había construido un teatro dedicado a la ópera que respondía a las veleidades de la burguesía que integraba la clase dirigente argentina, y no a las vocaciones más profundas de su propio pueblo. La pasión de la alta burguesía por la ópera era una manifestación de su status y el grado de civilización a la europea que se quería mostrar. De ninguna manera representaba a una vocación profunda.
–¿Aquel deseo sería entonces otro ejemplo de autoengaño, una característica muy argentina, según se deduce de ésta y otras obras de Armando Discépolo?
–La mentira está implícita en la carta que Stefano, que en la obra llega a la Argentina en 1895, les envía a sus padres, campesinos napolitanos, para que vendan todo y viajen a Buenos Aires, donde, les dice, llueve dinero. Esta imagen, como otras que circulaban, era absolutamente fantasiosa. Todo lo que cuenta y desea tiene pies de barro. Quizá por eso resulte Stefano una obra tan conmovedora.