ESPECTáCULOS › “LEJOS DEL PARAISO”, DE TODD HAYNES, CON JULIANNE MOORE
Vuelve el melodrama más corrosivo
Eludiendo la ironía, esta virtuosa recreación de la estética del Hollywood romántico de los años ‘50 da cuenta de un mundo más complejo del edén que parecía prometer, donde asoman dos temas tabú: racismo y homosexualidad.
Por Luciano Monteagudo
El director alemán Rainer Werner Fassbinder escribió alguna vez que “el cine de Douglas Sirk libera la mente”. Lo hizo pensando en melodramas como Lo que el cielo nos da (1956), la historia de una recatada viuda de clase media (Jane Wyman) que se enamora de su joven jardinero (Rock Hudson) y que el propio Fassbinder adaptó a su manera en La angustia corroe el alma (1973), donde la viuda original era una ex militante del partido nazi, que encuentra su amor en un trabajador inmigrante marroquí, despertando a su alrededor todo tipo de prejuicios raciales y de clase. Sobre el leitmotiv de aquella misma película de Sirk, vuelve ahora Lejos del paraíso, un film de una rara perfección, que viene a confirmar no sólo el talento de Todd Haynes sino también el de Julianne Moore, su magnífica protagonista.
La actriz y el director ya habían trabajado juntos en Safe (nunca estrenada en Argentina, aunque muy difundida en el cable), pero la nueva película del dúo –el trío, en realidad, ya que hay que incluir a la productora independiente Christine Vachon– es de un grado de madurez y excelencia poco común. Aunque a primera vista no lo parezca, Far from Heaven es también la película de mayor riesgo de Haynes, a quien en Buenos Aires se lo conoce sobre todo por Velvet Goldmine, su revisión crítica de los años dorados del glam rock.
Ambientada en unos años ‘50 que parecen salidos de la colección de estampas de un almanaque, Lejos del paraíso se atreve a continuar y actualizar la tradición del mejor cine de Sirk, autor de films hoy de culto como Sublime obsesión, Imitación de la vida y Palabras al viento. La audacia, el valor del nuevo film de Haynes radica en que no sigue el camino más fácil –el de la ironía o la sátira posmoderna– sino el más complejo: la recreación de los códigos narrativos y estéticos de toda una época, para dar cuenta de un mundo bastante más lejos del paraíso que parecía prometer.
Ama de casa modelo y madre ejemplar formada en las páginas del Reader’s Digest, Cathy (Moore) ve desmoronarse todo a sus pies cuando una noche descubre que su marido padece lo que ellos interpretan como un mal incurable. “Sé que es una enfermedad, porque me hace sentir despreciable”, la define él (Dennis Quaid) cuando le confiesa su homosexualidad. Asfixiada por una corte de amigas y vecinas, que parecen vivir en una eterna caja de bombones, Cathy sólo encuentra afecto y comprensión en la pudorosa amistad, teñida del más discreto erotismo, que entabla con un jardinero negro (Dennis Haysbert, en una composición que recuerda deliberadamente al primer Sidney Poitier, el actor que simbolizó como ningún otro el ascenso social afroamericano). Pero el idílico pueblo de Hartford no tardará en condenarla, por un pecado que Cathy nunca se atreve a cometer.
Es sencillamente notable la manera en que Haynes va desarrollando los distintos niveles de lectura de un film que no se agota en una única visión. De la misma manera en que respeta todas y cada una de las marcas de estilo de los melodramas hollywoodenses de la época (con la ayuda inestimable del compositor Elmer Bernstein, del fotógrafo Ed Lachman y del director artístico Mark Friedberg, que hacen del uso de la música y el color elementos dramáticos cruciales), Lejos del paraíso va poniendo en crisis, de la manera más sutil, ese mundo hecho de convenciones y construido alrededor de unos ideales tan internalizados como falsos. Todo –hijos incluidos– parece estar en su lugar en la “familia Magnatech”, como los llama el periódico del pueblo, aludiendo a la compañía de electrodomésticos donde el marido de Cathy ostenta un cargo gerencial. Y, sin embargo, basta que la sombra de un jardinero negro atraviese esa suerte de edén bíblico que rodea la casa para que el equilibrio de utilería que mantiene todo ese universo en pie comience a tambalear.
Racismo y homosexualidad no eran temas que el Hollywood de los años ‘50 tratara, o al menos que lo hiciera abiertamente. Aquí Haynes, aprovechando aquellos modos de representación, logra incorporarlos en un film que tiene la gran virtud de no ubicarse jamás por encima de sus personajes. Nada del drama que los atraviesa –el amor prohibido de Cathy, el secreto que su marido debe esconder en el closet– está visto con suficiencia o sarcasmo. Por el contrario, en la seriedad con que la película da cuenta de ellos está su genuino sentido impacto dramático.