ESPECTáCULOS
› TOCO LA ORQUESTA DE FILADELFIA
Un organismo perfecto
› Por Diego Fischerman
La riquísima tradición acuñada entre otros por Eugéne Ormandy y, más cerca, por Wolfgang Sawalisch, hace de la Orquesta de Filadelfia uno de los organismos más importantes del mundo. Y la de idea de organismo no es ajena, en todo caso, a este fabuloso cuerpo de más de cien músicos que es capaz de funcionar como una máquina tan perfecta como expresiva y en donde, más que los sonidos de los integrantes, aparece una especie de sonido único e individual, el de la orquesta, en el que cada uno de ellos cumple su parte.
En un concierto organizado por el Teatro Colón y previo a los dos que la orquesta previó para el ciclo del Mozarteum Argentino (uno fue el miércoles y el otro será hoy a las 20.30, incluyendo en el programa Don Juan, de Richard Strauss, Obertura de Tannhäuser, de Richard Wagner y Sinfonía Nº 6 “Patética”, de Piotr Ilich Tchaikovsky), el grupo actuó dirigido por el notable Yakov Kreizberg (que llegó en reemplazo de Sawallisch, enfermo). Dos sinfonías, la Cuarta de Schumann y la Sexta de Tchaikovsky, más dos bises de efecto, la Polonesa de Evgeny Onegin de este mismo autor, y una Danza húngara de Brahms, alcanzaron para demostrar un extraordinario nivel de virtuosismo, tanto como un cuidadoso análisis de las obras por parte de su conductor. En Schumann, además del relato de amplias dimensiones, fue jerarquizada la atipicidad de algunas combinaciones instrumentales utilizadas para inventar timbres (como el unísono del comienzo del segundo movimiento). En Tchaikovsky, el énfasis estuvo puesto en los contrastes y, en particular, en las posibilidades de juego con el tiempo y con los silencios. El primero de ellos, luego de la frase inicial de la sinfonía, fue protagonista, además, del aspecto cómico (o vergonzante) del concierto. O, más bien, de algunos de los asistentes.
Kreizberg quería silencio en el silencio y, claro, no lo había. Volvió a empezar y, créase o no, volvió a suceder lo mismo. Un asistente arguyó, a los gritos, que “la culpa es de los acomodadores”. Alguien, desde las localidades altas, contestó, más preciso: “La culpa es de la platea”. El consabido enfrentamiento entre quienes se dice que van al teatro Colón a hacer relaciones sociales y no a escuchar música y quienes reivindican para sí la condición de auténticos melómanos tuvo así un pintoresco round, con la azorada orquesta de Filadelfia de fondo. La tercera fue la vencida y dio lugar, entonces, a una interpretación intensa y potente de una de las sinfonías más bellas y enigmáticas del repertorio.