ESPECTáCULOS
“Maldoror”, el súbito encuentro de Leo Masliah con el Antiprincipito
Se estrenó ayer en el teatro Colón la ópera inspirada en la obra de Lautréamont. López Manzitti interpreta con altura el viaje del personaje a través de distintas estaciones de la maldad.
Por Diego Fischerman
”El otro está en Montevideo.” Esa es la frase que, en francés, el poeta Isidore Ducasse usó como su nombre: Lautréamont. En ese juego de distancia, de enajenación y de identidades confundidas circula una de las grandes obras literarias de la historia. Los Cantos de Maldoror, convertidos luego por el surrealismo en su piedra fundante, son, en su canto a la maldad, precursores de uno de los tópicos fundamentales del arte por venir y, por otra parte, deudores de la muy romántica idea del arte (y el artista) maldito. Otro montevideano, el compositor y escritor Leo Masliah, eligió tomar estos cantos como tema de una ópera. Maldoror, estrenada ayer en el Teatro Colón, muestra un abordaje de gran respeto textual y en que lo más logrado tiene lugar, precisamente, en el trabajo con las palabras.
El poeta, hijo del embajador francés en Uruguay, desde ese pequeño territorio revolucionó (tal vez sin saberlo) el mundo de la literatura. Muerto a los 24 años, en París y de manera misteriosa –nunca se supo la causa pero nadie dudó de que se trataba de un suicidio–, establece en su texto una suerte de recorrido por la abyección. En su ópera, Masliah toma esa idea y elabora, como si se tratara de un calvario, un paisaje en el que Maldoror va recorriendo las distintas estaciones del mal. Gustavo López Manzitti, notable protagonista de la obra, compara la obra con El principito, de Saint Exupéry, donde también el personaje va encontrándose con distintas escenas, dispuestas para establecer un marco ejemplificante. Y define a Maldoror como una suerte de Antiprincipito. Estas escenas, en este caso, sirven para ir mostrando hasta qué punto él está alejado de Dios, hasta culminar en el diálogo final, en que con un memorable “me cago en Dios” y, luego, con su “altissimus Jesuchristo” entonado por el coro con la música de la Marcha peronista, impreca a un creador borracho que se disculpa hablando de las dificultades de regir el mundo.
Que sea en esta escena, en donde la parodia y la cita (las frases en latín y algunos chistes sumamente efectivos) ocupan el centro, donde descansan los mayores méritos de la obra es coherente con lo que, sin duda, constituye el mejor registro de Masliah: el de la ironía y la descontextualización de elementos musicales como recurso cómico. Y es que cierta cita al universo de la composición clásica, que funciona a las mil maravillas en el formato corto de una canción y con fines humorísticos, pierde mucho de su contundencia cuando se elimina el choque entre tradiciones y cuando tiene que habérselas sin mediación en el propio terreno de lo clásico. La originalidad mayor del lenguaje de Masliah, eventualmente, no está en la naturaleza de los propios elementosestilísticos sino en su uso en contextos sorprendentes. El estilo descansa en los contrastes. Y esta ópera aparece débil en tanto esas referencias a secuencias barrocas, esa especie de stravinskianismo impregnado de austeridad montevideana, capaz de convertir en obra maestra una canción acerca del agua podrida o una pequeña saga sobre un supermercado, sin ese contraste con el modelo de la canción popular pierde su rasgo distintivo.
Una puesta sumamente tradicional y una escenografía abigarrada, en la que no se distinguen planos, no ayuda a sostener la obra. La iluminación, con un concepto sumamente pobre, deja escenas casi a oscuras y el “casi” está lejos de ser una cuestión menor en tanto no deja claro (ni iluminado) si la escena debe ser vista o no. La orquesta suena concentrada y el elenco es irregular y más allá de errores en la memorización del texto que hablan de una preparación insuficiente, muestra un importante compromiso con la obra. López Manzitti, excelente en lo vocal y convincente en lo escénico, es la estrella excluyente en tanto está casi todo el tiempo en escena. Junto a él se destacan un impecable Juan Barrile, como el padre y como Dios, Hernán Iturralde en un correctísimo Piojoso, Carlos Sampedro en un histriónico niño, Marcela Pichot, Myriam Toker y Pablo Pollitzer. El punto más flojo tiene que ver con la marcación escénica y los cantantes terminan cayendo, salvo excepciones, en los lugares más comunes del género y la paradoja resultante es que la Opera de Cámara, este espacio nuevo del Teatro Colón –títulos nuevos y, también, nuevas maneras de abordarlos, aptas para ser llevadas de un lado a otro– termina siendo mucho más conservador que la temporada oficial, en la que sigue presentándose (el miércoles a la tarde es la última función) una lección de teatro musical a partir del Bomarzo de Ginastera y Mujica Láinez, leído por Alfredo Arias.