ESPECTáCULOS › EL FESTIVAL FOLKLORICO DE COSQUIN EN SU QUINTA NOCHE

Las dos caras del clásico cordobés

Horacio Guarany y el Dúo Coplanacu. Lo que sucede en la plaza y lo que pasa afuera.Y un género que sigue mostrando matices.

Promedia la edición número 44 del Festival Nacional de Folklore, en Cosquín, y empiezan a delinearse con claridad las diferentes caras que lo componen, y que siguen haciendo que éste sea, con sus luces y sombras, el encuentro más importante de la música argentina de tradición rural. Por un lado, lo que se ve por televisión, la plaza oficial con los furcios de sus locutores y una programación con altibajos de calidad, aunque un poco más amplia en cuanto al espacio otorgado a nuevas propuestas que otros años. Por el otro, ámbitos como el Congreso del Hombre Argentino, el Ateneo Cosquín hacia los cincuenta años o los diferentes espacios de homenajes, por los que transitan poetas fundamentales como Ariel Petrochelli o David Gatica, y en los que es posible el encuentro y el pase de posta histórico que forma una parte importante de la esencia de Cosquín. Y también las peñas, balnearios y peatonales, o la plaza de artesanías, con escenarios en los que se escucha a muchos de los artistas de la plaza y a los que no tienen cabida en ella con un espíritu más cercano al de fogones o guitarreadas caseras, alejado de las histerias y divismos del encuentro oficial.
El martes pasado, la Plaza Próspero Molina ofreció dos propuestas bien diferentes como platos fuertes de la noche. El Dúo Coplanacu (Roberto Cantos, Julio Paz y la violinista Andrea Leguizamón, un trío, en rigor), que ya tiene transitado un largo camino desde su surgimiento en las peñas universitarias cordobesas, despertó a la plaza valiéndose de las armas con las que cuenta: dos voces bien afinadas, bombo, guitarra y violín, y un bello repertorio de clásicos y hallazgos del cancionero más temas como Peregrinos, que ya es un himno pogueado todas las noches en la peña del dúo. También se solidarizaron con la lucha de los campesinos que están siendo desalojados de sus tierras en el norte del país, como lo habían hecho León Gieco y Raly Barrionuevo la noche anterior. Y en algunas mesas de bares coscoínos se comentaba, mientras tanto: “Está volviendo el zurdaje al folklore”. Ya sobre la madrugada, Horacio Guarany descerrajó chacarera tras chacarera, casi sin parar, durante cuarenta minutos que lo dejaron exhausto. “Cosquín no se va a morir porque no lo vamos a dejar, carajo”, arengó el Potro, fiel a su estilo, sumándose al debate que por estos días se cuela por el festival, con acusaciones cruzadas sobre cachets y programaciones. La despedida fue con una promesa casi dudosa: “Esta puede ser la última vez que yo pise este escenario”, arrojó, despertando el consiguiente “nooooooo” generalizado.
La otra cara de Cosquín, mientras tanto, se puebla de homenajes, charlas y zapadas que propician el encuentro. Ayer por la mañana se bautizó una esquina con el nombre del poeta neuquino Marcelo Berbel, fallecido el año pasado, como ya se hizo con otra que se llama ahora Jaime Dávalos. Allí estuvieron, entre otros, Marité Berbel, hija del poeta y autora de la música de Amutuy soledad, los músicos Hugo Giménez Agüero y Rubén Patagonia. Hay otros homenajes, como el que se rindió al poeta Oscar “Cacho” Valles, integrante de los Quilla Huasi, y, también, personajes reacios a los grandes festivales, pero que participan con entusiasmo de los grupos de trabajo del Ateneo donde se discute sobre la crisis que atraviesa el festival. Músicos y poetas con los que es posible pararse a charlar en cualquier esquina de Cosquín y que, más allá de los límites de la plaza oficial, dotan al festival de su verdadero sentido.

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Horacio Guarany, más cerca que nunca de una caricatura de sí mismo, fue ovacionado en Cosquín.
 
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