ESPECTáCULOS › ENTREVISTA CON EL REALIZADOR HECTOR BABENCO, QUE INAUGURO LA MUESTRA CON SU NUEVA PELICULA, “CARANDIRU”
“El cineasta se suele creer que es Dios, pero debe controlarse”
El director de “Pixote” y “El beso de la mujer araña” habla de su film más reciente, que se convirtió en el más exitoso de toda la historia del cine brasileño y con el que dice haber pagado una deuda con Drauzio Varella, el médico que “me mantuvo vivo durante tantos años”.
Por Martín Pérez
Desde Mar del Plata
Cuando se habla con Héctor Babenco, por lo general también se habla de cigarros. Los nombres que sobrevuelan las notas son los de Cohiba y Montecristo. Pero el hombre que está sentado en un sillón mirando la Rambla y el mar de su Mar del Plata desde el hall de su hotel no tiene cerca ningún cigarro. Simplemente tiene puestos unos discretos lentes oscuros, y murmura que extraña la cultura rioplatense allá en su Brasil adoptivo desde hace más de tres décadas. “Es ridículo pensar la poca circulación cultural que hay entre Brasil y la Argentina, si no estamos tan lejos”, se queja Babenco luego de sorprenderse porque, por ejemplo, su amigo Alan Pauls ha editado un nuevo libro del que él no tenía ni idea. Pero cuando se le pregunta si extraña algo en especial de la cultura argentina, Babenco corrige inmediatamente. “Rioplatense”, dice. “Porque la verdad que no tengo punto de contacto con el Chaco, Catamarca o Jujuy. Pero uno siente la ausencia del punto de referencia que significa la cultura con la que uno ha leído sus primeros libros; sus primeras curiosidades, para ser más preciso”, explica el director que se hizo conocido en todo el mundo casi veinte años atrás, con El beso de la mujer araña. “Pero en realidad no es que se sienta la ausencia de nada en particular sino que simplemente tiene una vivencia totalmente opuesta. Porque el hecho que seamos sudamericanos es un accidente geográfico, cuando en realidad no tenemos nada que ver. Cuando escucho a esos líderes populistas, sean de derecha o izquierda, hablando de la unidad latinoamericana, yo me río. Porque no hay nada más dispar que, no sé, la cultura mexicana con la brasileña. O si no: ¿Qué tenemos que ver nosotros con Venezuela? Absolutamente nada. Uno lee el diario y ve que en Chile estuvieron nueve años peleándose para ver si aprobaban la ley de divorcio. O sea, están todavía en el oscurantismo más retrógrado posible”, exagera Babenco, y sonríe ante su propio entusiasmo.
Alguna vez, justo después del éxito de El beso de la mujer araña, Babenco jugó el juego de Hollywood por un rato. Pero no se siente cerca de ese mundo. “Los europeos siempre me dicen que no saben cómo juzgarme, ya que soy un director latinoamericano, pero me fui a Hollywood. ¡Pero yo nunca me fui a Hollywood! Si yo hice El beso de la mujer araña en inglés fue porque estaba cansado de morirme de hambre, de filmar en portugués, pero no tener plata ni para pagar el alquiler. La hice en inglés, pero con recursos brasileños, y tuvo cuatro nominaciones al Oscar. Ahí descubrí la lengua inglesa y leí Ironweed, que adapté con su escritor y que en castellano la llamaron El amor es un eterno vagabundo, un título horroroso. Esos distribuidores son unos criminales, cuando veo esa clase de cosas me da ganas de llamar a la policía y decirles: por favor, enciérrenlos... déjenlos apartados de la sociedad un rato para que aprendan. Y después de Ironweed hice Jugando en los campos del Señor a pedido del mayor productor independiente del mundo, un hombre que ni siquiera es de Hollywood sino que vive en Berklee, se llama Saul Saentz y es un viejo hippie. Así que pasé muy poco por Hollywood. Pero cuando voy me gusta comerme unos panchos que hacen en un negocio que hay en la esquina de La Brea y Santa Mónica, y se llama The Pink Dog. Eso es lo mejor que pude conseguir en Hollywood”, asegura Babenco, sentado en su sillón, sin tener un habano a mano, pero como si lo tuviera.
Con 58 años cumplidos hace poco más de un mes, Babenco ha llegado a Mar del Plata con su octavo largometraje bajo el brazo. Una película de más de dos horas de duración basada en una novela llamada Estación Carandirú, las memorias de un médico que comenzó a ir a la prisión mas hacinada de Latinoamérica para prevenir en ella un brote de sida. Con más de 350 mil ejemplares vendidos, el libro de Drauzio Varella recorre las historias de los presos que conoció mientras trabajó en Carandirú, y también cuenta desde su punto de vista la terrible masacre que enlutó a Brasil cuando, en1992, varios centenares de policías doblegaron un levantamiento ingresando a sangre y fuego al hoy mítico Pabellón 9 y asesinando a 111 presos en poco más de media hora.
–¿Por qué filmar Carandirú?
–Si te lo cuento, probablemente te vas a decepcionar. Porque no tenía proyecto.
–¿Qué proyecto se le había caído?
–Ningún proyecto, la que se había caído era mi salud. Porque estuve muy enfermo durante la década del ‘90, y si me salvé fue con una película llamada Corazón iluminado, que filmé en Mar del Plata. Una película que fue, incomprensiblemente para todo creador, masacrada en la Argentina. Y eso a pesar de que la hice exclusivamente pensando en recuperar a la Argentina dentro de mi sistema funcional. El corazón, la vejiga, la pija, la cabeza, la sensualidad, la libido... ¡Todo! En fin... Y fue totalmente despreciada, por lo que me sentí sin espacio. Pasé un año y medio muy difícil, porque estaba teniendo la felicidad de estar vivo, pero no saber qué hacer con mi vida. Que es una ecuación que la he verbalizado ahora y que nunca lo había pensado antes. ¡Porque es algo muy complejo! Imaginate que durante diez años sabes que te vas a morir, y un día te salvás. Ahí ya no sabés qué hacer con tu vida, porque vos estabas preparado para irte, no para quedarte. En eso estaba cuando, un día, en una librería descubrí el libro de Carandirú, que estaba escrito por el médico que me había tratado durante catorce años...
–¿Drauzio Varella fue su médico personal?
–Claro, por eso yo conocía de antes todas las historias de los presos. Pero no me imaginé jamás que con aquello iba a hacer un libro. Para cuando descubrí el libro en la librería, a mi médico lo veía una vez cada tanto, y ya no hablábamos más de eso. Así que lo compré, y algunos amigos comenzaron a empujarme para que lo llevase al cine. Así que le pedí permiso a Varella para leer el libro pensando en adaptarlo, y creo que acabé haciendo la película porque no tenía otra para hacer. Y tal vez en otro nivel más profundo era como si le estuviera pagando una deuda por haberme mantenido vivo durante tantos años.
Cuando la prensa brasileña le recordó a Babenco el parecido de su última película con Pixote, el director argentino debió conceder que se parecían. Que si los niños de Pixote hubiesen sobrevivido, habrían terminado muertos, o en Carandirú. Pero el descomunal éxito en taquilla del film de Babenco motivó comparaciones forzosas con una película como Ciudad de Dios, cuyo clasicismo formal parece una respuesta directa a la estetización de la violencia que tanto se le criticó a la película de Meirelles. “La verdad es que no vi Ciudad de Dios hasta haber terminado de armar Carandirú”, apunta Babenco, que sin embargo, parece complacido por escuchar esa distinción entre ambas películas. “Lo que sucede es que mi educación visual es muy diferente a la de Fernando Meirelles. Tenemos diez años de diferencia, que es un abismo generacional enorme entre el libro y el videoclip. Cuando crecí había televisión en mi casa, pero no había siquiera una video. Mientras que él es un hombre que empieza haciendo comerciales, y por eso tiene otra ética en relación a lo que significa hacer cine. No digo que sea mejor ni peor, simplemente tiene otra. Somos diferentes”, explica Babenco, que asegura que con Carandirú quiso hacer una película clásica.
“Quería hacer un Kurosawa, un John Huston. Cinco personas que se encuentran en un tren, en una cabina, y uno dice les voy a contar una historia. La cuenta, y cuando termina otro dice: ‘qué curioso, asociado con su historia me gustaría contarle lo siguiente’. Algo así. Una cosa tranquilísima y comprensible. Porque sabía que la locura y la transgresión estaban en otros lugares del discurso. No en el maniqueísmo de preocuparse por involucrar al espectador en la historia sino en los códigos de relación que estos presos organizan entre ellos. En deshacer el concepto de que el preso es un personaje en constante estado de angustia existencial. Tal vez sea así en Estocolmo, en Glasgow o en Arizona, pero en Brasil no lo es. En Brasil, las personas parten del principio de que, ya que aquí estamos, que sea lo mejor posible. Era un lugar en el que no había ninguna disciplina militar con horarios ni nada de eso. Hacían lo que querían. Y esos criterios ya me parecían lo suficientemente subversivos dentro del género de película en un prisión, que no me hacía falta más. Era simplemente el placer de contar la vida de un médico que va a ver personas y escucha sus historias...”.
–Además, tenía la ayuda de que el final era realmente contundente, y que casi lo eximía de tener que buscar algo más en su relato...
–Claro, había un hecho real, que fue el día de la masacre. Tenía ese elemento históricamente verdadero a mi favor. Y todavía nos dieron de regalo, cuando la película estaba terminada, las imágenes de la demolición del penal. Así que llegó un momento en que dije: bueno, me parece que he cenado bastante (se ríe), ya estoy satisfecho. Así que me dediqué a estructurar la historia como si fuera un clásico. Primero el territorio, los personajes, los conflictos, el hecho real y ese otro personaje totalmente discreto y sin conflictos que es el médico. Y de alguna manera se entiende que el relato está siendo conducido por los ojos de este hombre que cumple una función social de acuerdo con su profesión...
–Es fácil para un cineasta creerse que está en el papel del médico, que se limita a observar, cuando en realidad hace mucho más que eso, ¿no?
–Es por eso que el cineasta debe controlarse, porque cree que es Dios. Que todo lo que quiere, lo puede contar. Pero hay cosas con las que hay que ser un poco más respetuoso, especialmente con la miseria. Porque la miseria es sagrada y hay que retocarla, ya que no es un acto de la voluntad de Dios sino que su existencia es un acto de la maldad de los hombres.