ESPECTáCULOS › BETTY GAMBARTES DIRIGE “LA OPERA DE TRES CENTAVOS”, DE BERTOLT BRECHT
“En los años ’90 la frivolidad impidió ver”
La directora Betty Gambartes dirige la obra de Brecht y Kurt Weill, adaptada por Alejandro Tantanian y Ricardo Ibarlucía para acomodarla a la Argentina de los ’90. Diego Peretti, Walter Santa Ana y Alejandra Radano son los protagonistas que llevan adelante esta puesta en el Teatro Presidente Alvear, en la que Gambartes sintetiza entretenimiento y denuncia.
Por Hilda Cabrera
“Esta es una historia con muchas contradicciones. Una se pregunta a cada paso qué quiso decir Brecht.” La que se interroga es la directora Betty Gambartes, quien acaba de estrenar La ópera de tres centavos (Dreigroschenoper) en el Teatro Presidente Alvear (Corrientes 1659). Quizá las contradicciones se deban a que Bertolt Brecht no “acomoda” los personajes a la trama o éstos muestran aspectos insólitos, propios de un “cabaret satírico”. La atmósfera es además producto de una mezcla. La obra se basa en The Beggar’s Opera (La ópera del mendigo), del inglés John Gay (siglo XVIII), pero el clima que le impuso el dramaturgo alemán tiene puntos de contacto con los relatos del inglés Charles Dickens referidos a una Londres tomada por mendigos y otros marginales. La historia escrita por Brecht en colaboración con Elisabeth Hauptmann y el músico Kurt Weill se desarrolla a su vez en Londres, pero en 1900. La versión de Gambartes –a cargo de la dramaturgia y la dirección junto al músico Diego Vila– se ubica en la Argentina de la década de 1990, que en opinión de esta artista (de quien se conoce, entre otros trabajos, Arráncame la vida y últimamente Discepolín y yo) es una muestra del alto grado de banalidad social reinante en esa época. Este convencimiento condujo la puesta en el Alvear, donde La ópera... puede verse de miércoles a domingo a las 20.30, interpretada por un destacado elenco, integrado, entre otros, por Walter Santa Ana, Alejandra Radano y Diego Peretti. La traducción y la adaptación pertenecen a Alejandro Tantanian y Ricardo Ibarlucía. En diálogo con Página/12, Gambartes manifiesta el deseo de unir divertimento y denuncia. De ahí la elección de la estética camp, “que es en sí misma retrato de una sociedad frívola y amante de lo kitsch”. Su visión de lo camp no coincide con la de algunos entusiastas, ni está asociada a la “cultura gay”. En algún aspecto se acerca a la mirada de la escritora estadounidense Susan Sontag, quien en un texto de la década de 1960 consideró lo camp como receptáculo de lo burlesco y el pastiche. Gambartes, en todo caso, dice querer contar una historia de embaucadores “como si fuera una fábula”.
–¿Por qué esa necesidad de relacionar la década de 1990 con la banalidad?
–Mi propósito es mostrar qué queda después de tanta apariencia. La situación miserable que viven hoy muchos argentinos es en alguna medida consecuencia de la superficialidad de esos años. No me estoy refiriendo a un gobierno, porque no fue sólo a causa del menemismo. La sociedad se sentía bien en esa frivolidad. Como todas las grandes obras, La ópera de tres centavos ilumina distintas épocas. A mí me interesó situarla en esos años. El director Giorgio Strehler hizo su versión en 1956 para el Piccolo Teatro de Milán y otros se animaron a otras puestas y filmaciones. A nosotros nos permite hablar del vaciamiento cultural, de la cultura que, si se fomenta, es sólo para “vestir” y no para crecer, y hacernos cargo de esta decadencia.
–¿Es la pobreza, tan manifiesta hoy, la que produce esta reacción?
–No todos reaccionan ni todos aprenden a luchar por sus derechos. Entonces pasa lo que señaló Brecht en sus escritos: si no me tocan a mí, por qué tengo que ocuparme de los otros. No exigimos que se nos respete ni sentimos el deber de generar una sociedad más justa. En la obra, el mafioso Peachum dice que el mundo es mierda y nada más. Y lo proclama para convencer. Con afirmaciones como ésa no se construye un mundo mejor.
–¿La denuncia es suficiente?
–Sólo denuncia el que es consciente de una situación injusta y aspira a modificarla. En La ópera..., Brecht retrata a una sociedad hipócrita y provoca al burgués al ponerlo al mismo nivel de un delincuente, como lo es Mac Cuchillo, un seductor y un mentiroso que se asocia al estafador Jonathan Peachum, quien transforma en negocio la mendicidad: disfraza a gente sana haciéndola pasar por enferma para mendigar mejor. Esa gente debe pagarle un canon por ocupar lugares fijos en la ciudad.
–¿La burguesía argentina es socia de la delincuencia?
–Los delincuentes manifiestan a veces conductas muy parecidas a las de los burgueses y se asocian al poder. Lo que me interesa en esta versión es mostrar que lo aparente puede ser demasiado seductor y por eso mismo quitarnos la capacidad de reflexionar. Mirar para otro lado cuando nos están robando o descreer de todo son actitudes en nuestra contra: el “total para qué” no nos ayuda.
–¿La intención es extraerle una respuesta al público?
–La obra plantea una pregunta básica: ¿se condena o indulta a Mac Cuchillo? Es una propuesta que nos permite descubrir cuánto de narcótico hay en la seducción del que tiene algún poder. Mac es un delincuente y un dandy, quiere agradar y pasarla bien. Asocio a esa superficialidad una frase de Oscar Wilde, en la que dice que la gente no se divide en honesta o deshonesta sino en divertida o aburrida. Es el tema nuestro de la pizza con champán.
–Ante las críticas no todos se dan por aludidos. Sobre el efecto que producen algunas obras de Brecht se ha comprobado que el público que ríe es a veces el mismo al que está destinada la burla...
–Es que personajes como Mac proponen pasarla bien, y eso es lo que les importa a muchos. Mac canta por ejemplo una balada sobre “la vida agradable”, y es muy festejado. Pero también es un audaz, se arriesga y esa actitud lo transforma en héroe. Peachum es otro tipo de delincuente: le saca el peso a los más miserables. Su vademécum es la Biblia: de ahí aprende cómo hacer sentir culpables a los que tienen dinero para que suelten una dádiva. Su propia hija, Polly, es una mercancía. Para él hasta la mugre de las uñas tiene un valor.