ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
La cabaña del tío Tom
Por Julio Nudler
El uruguayo José Manuel Quijano bautizó a la política económica ejecutada en los ’90 por varios países latinoamericanos como La cabaña del tío Tom. En ese modelo los negros son buenos, se portan bien, hacen lo que tienen que hacer en materia de producción (commodities por supuesto), pero siguen siendo negros. Este economista graduado en L’Université París-Sorbonne, que también estudió en Chile y México, analizó para Página/12 la reciente autocrítica del FMI, realizada por la Oficina de Evaluación Independiente (OEI, o bien IEO, según su sigla inglesa), respecto de cómo se manejó el Fondo con la Argentina. Quijano dice que pocos economistas han dedicado sus afanes a explicar por qué razón este país se ha sumergido en la peor crisis de su historia luego de que el directorio y el “staff” del Fondo recibieran a Carlos Menem, en 1999, con el amplificado anuncio de que estábamos en presencia del “milagro argentino”. Ahora los mencionados evaluadores opinan que la Argentina debió salir bastante antes de la convertibilidad y que el FMI no percibió el problema con claridad (en enero de 2001 consideraba todavía que “la crisis era de liquidez” y que, por tanto, la deuda y el tipo de cambio eran aún manejables).
Debe admitirse –señala Quijano– que los técnicos de OEI tienen toda la razón. No abundan los antecedentes de países que, de manera deliberada, sobrevalúen su moneda por tiempo muy prolongado. El más conocido, y también el más teorizado, es el de Gran Bretaña entre 1925 y 1931, cuando revaluó la libra y, al decir de uno de los tantos economistas brillantes de la entreguerra, “sentó las bases, sin percatarse, del fin del imperio británico”. En el otro extremo –y excluido el caso de Hong Kong–, todo el sudeste asiático, donde se ha protagonizado el mayor éxito económico de la segunda mitad del siglo veinte, ha transitado por la moneda subvaluada, elemento central de su política económica. ¿Tenía la Argentina alguna posibilidad de éxito? No, pregunta y responde Quijano.
Esto opina la OEI: estuvo bien haber adoptado la convertibilidad, pero la Argentina se quedó demasiado tiempo en la trampa. A partir de cierto momento, el tipo de cambio fijo (el uno a uno) no se podía sostener. Bien, pero si se admite la tesis de la transitoriedad, varias puntas interesantes emergen –apunta el oriental–. Ante todo, ¿cómo es posible que el informe deslice el elogio de Ricardo López Murphy, ministro que propuso, hacia el final de De la Rúa, perseverar en la convertibilidad y hacer un ajuste fiscal aún más severo que los anteriores? “Nunca imaginé que me iban a hacer un reconocimiento de esa magnitud”, dijo López Murphy, eufórico porque el documento señala que durante su breve gestión “hubo un programa serio y responsable que no recibió apoyo del sistema político”. ¿Cómo puede un programa ser serio y responsable si insiste en un camino que, según los evaluadores, desde hacía al menos dos años estaba condenado?, se asombra Quijano ¿No sería mas apropiado decir que “el sistema político”, con muy buen olfato, se desprendió de López Murphy con un oportuno papirotazo?
Puede agregarse –prosigue– que eso que ahora dice el evaluador que se debió haber hecho fue precisamente lo que hizo Brasil en enero de 1999, luego de haber detenido la inflación con el plan (más flexible que la convertibilidad) aplicado desde 1994. ¿Y qué dijeron el FMI y los repetidores locales sobre la devaluación brasileña? La Argentina responsable de Menem recibió todo el apoyo y la máxima comprensión ante los caóticos y erráticos brasileños. Fue entonces cuando Menem visitó el FMI y fue acogido con aplausos. Gracias a la OEI sabemos ahora que los “caóticos y erráticos” de entonces emergen como los verdaderos responsables.
Pero lo anterior no da respuesta a la segunda pregunta: ¿por qué se derrumbó la convertibilidad? ¿Sólo porque se quedaron demasiado tiempo al borde del precipicio? La OEI apunta a dos grupos de causas: los shocks externos adversos y las indisciplinas internas. En cuanto a los primeros, poco hay que agregar. Efectivamente, la Argentina enfrentó el incremento en las tasas de interés, una reducción de los flujos de capitales a los países emergentes, el fortalecimiento del dólar y, sobre tanto mojado, la lluvia de la devaluación brasileña en enero de 1999. Nada de esto es demasiado novedoso. La economía internacional se mueve en ciclos. Hay verdes y maduras.
Más interesante es lo que dicen los evaluadores sobre las indisciplinas internas –comenta este ex director del Instituto de Economía de la Universidad de la R.O.U.–. Con esa visión de cierto infantilismo que aquejaría a los latinoamericanos, los argentinos no habrían hecho bien los deberes. Para que la convertibilidad se hubiera podido mantener era esencial “la disciplina fiscal y la flexibilidad del mercado laboral”. Aquí sí vale detenerse un poco. La idea de que la indisciplina fiscal explica el descalabro de la convertibilidad se ha esgrimido desde el primer momento, desde tiendas ortodoxas, aun cuando no parece tener mucho respaldo si se hurga en los números. La agencia evaluadora identifica varias causas de indisciplina: la fiesta electoral de Menem 1999; la voracidad de las provincias; y, dicho como al pasar, una de las transformaciones que más impulsó el FMI: la reforma del régimen previsional. La mención de esta última es, sin duda, una sorpresa, según resalta Quijano.
Dice el evaluador que “ya desde 1993, la resistencia política condujo a una significativa modificación de la reforma de la seguridad social, que elevó el déficit fiscal en lugar de eliminarlo”. Es difícil encontrar en la literatura económica una frase más falaz y desafortunada que la que se acaba de citar, asegura el veterano uruguayo. Y cita, entre otras razones, que no existe ninguna posibilidad de eliminar el déficit en el corto plazo cuando se transita –tal como ha propuesto el FMI a toda la región– de un régimen de reparto a uno de capitalización. Siempre, y en toda circunstancia, hay un aumento del déficit en los primeros años. El resultado positivo, en términos fiscales, se alcanzará en el plazo largo si la reforma estuvo bien diseñada. En la opción argentina el afiliado se traslada al régimen privado de capitalización con la totalidad de los aportes. El Estado conserva todos los compromisos con los jubilados y pensionistas del presente, pero se desprende de una parte creciente de los aportes de los jóvenes en tanto éstos se mudan al nuevo sistema. ¿Se requiere de gran sabiduría para imaginar el desbarajuste fiscal de una reforma semejante?
De aquí se desprende que si la OEI considera que la reforma previsional argentina guardó relación con la indisciplina fiscal debe, con un mínimo de honestidad intelectual, señalar que esa reforma, impulsada por el FMI, tuvo efectos fiscales no deseados. Debería agregar, además, que si se hubiera optado por la capitalización pura, “a la chilena”, como la parte más primitiva de la ortodoxia pregonaba, el desorden fiscal hubiera sido aún más pronunciado. Y es de rigor que se abstenga de imputar a los políticos (“political resistance”) la responsabilidad por el tropiezo y el revolcón.
Ahora bien: ¿era previsible el descalabro? Los técnicos del FMI han dicho, en repetidas ocasiones, que no había indicios claros de que el edificio se resquebrajaba. Los evaluadores dicen ahora que “el FMI falló en el uso de las mejores herramientas analíticas”. Es posible que no se hayan empleado las mejores herramientas. Pero quizá, de haberse empleado las tradicionales y sencillas, todo hubiera quedado claro desde muy temprano.
Quijano aporta luego un cuadro que toma en cuenta el gasto corriente del Sector Público no Financiero y muestra la evolución, en términos porcentuales, de dos items: la transferencia neta al sistema previsional y el pago de intereses. Así se ve con toda claridad que al menos desde 1996 la reforma jubilatoria absorbía una parte creciente de los gastos corrientes del Estado. Y otro tanto ocurre con el pago de intereses. Estos dos rubros representaban 8,8% del gasto corriente en 1994; 24,6% en 1999, y 29,4% en 2001. ¿Se puede compensar semejante absorción recortando los sueldos de los empleados públicos o las transferencias a las provincias? ¿Se requerían herramientas analíticas muy elaboradas para concluir que la Argentina se dirigía a la catástrofe?
Es posible observar este fenómeno desde las cuentas externas. Hace aproximadamente treinta años se consideraba que la relación entre dos flujos, los intereses pagados y las exportaciones, era un buen indicador de riesgo. Cuando la relación se aproximaba a 25% había que prender la luz roja porque muy probablemente el servicio se tornaría impagable. Lo cierto es que desde 1995, la relación entre intereses pagados y exportaciones superaba el 25%, y desde 1999 rondaba el 40%. Con herramientas tradicionales quedaba muy claro que la situación era insostenible. Por cierto, la relación se puede construir también con los intereses netos (pagados menos ganados), pero, en verdad, se trata tan solo de una engañifa estadística: los intereses ganados dependen de las reservas, y si éstas disminuyen, como suele ocurrir cuando las cosas se complican, el indicador asume toda su desnuda volatilidad.
Quizá no era tan difícil vaticinar cómo terminaría esta historia. Pero el costo de salir de la trampa resultaba de tal magnitud –señala Quijano– que la mejor opción era ignorar las evidencias. “De este tema no se habla”, como en la película de María Luisa Bemberg. Y el informe, en uno de sus párrafos más reveladores, dice que el FMI “consideró el costo de un cambio desde una política poco sustentable hacia otra más sustentable en el largo plazo, pero esto podría involucrar perturbaciones masivas, de costo muy elevado, en el corto plazo, y entonces escogió comprar tiempo hasta que las condiciones mejoraran” (pág. 107). ¿Existía alguna remota posibilidad de que las condiciones mejoraran? El documento no dice una palabra.
El presidente argentino ha dicho que los errores del FMI le costaron 15 millones de pobres al país. Es innegable que la desigualdad aumentó de manera explosiva: el 10% más rico disponía del 34,8% del ingreso en 1990 y del 42,1% en 2002; el índice Gini, en una escalada sin igual en la región, se movió de 0,501 a 0,590 entre 1990 y 2002, aproximando a la Argentina a los niveles de Chile y de Brasil, una triada de elevada desigualdad en América del Sur. Pero, de esto, el FMI y los evaluadores tampoco dicen palabra. Será porque no son temas de enjundia para los economistas del Fondo, supone Quijano.