ESPECTáCULOS
“Creo que en la escritura hay un tono, una música”
“Yo cambié mi escritura pero no mi concepción del mundo”, dice Andrés Rivera, quien acaba de editar Cría de asesinos, un libro donde regresa a personajes y escenarios de textos anteriores.
Por Angel Berlanga
A esta altura del partido está muy claro que uno de los temas centrales de la obra de Andrés Rivera es el sometimiento entre los seres humanos, la dominación de uno/s sobre otro/s, y Cría de asesinos, su último libro de cuentos, viene a confirmar esa noción. Las conductas de sus personajes respecto del dinero, del sexo, del trabajo y del poder suelen proporcionarle los materiales para construir sus historias y consolidar este tema, y también le permiten esbozar ante el lector los vínculos entre lo íntimo y lo público, sus contrastes y correspondencias. Este libro también subraya su singular estilo narrativo: “Una música”, dirá él, en su departamento de Belgrano. En este nuevo volumen hay, sin embargo, una variable visible: a contramano del grueso de su obra, en el centro de seis de los siete relatos hay mujeres que someten, dominan sexualmente, a los hombres.
Con algunos de estos relatos, Rivera vuelve sobre personajes de novelas anteriores: En Cría de asesinos reaparecen los de Tierra de exilio, su alter ego Arturo Reedson y los adolescentes marginales, hijos de un cabo de policía retirado por abuso de arma, con los que se cruza en la vida real: son vecinos de la biblioteca que montó con su mujer en Córdoba, donde vive desde hace una década. En El precio, un relato que lleva el mismo nombre que su primera novela –de la que reniega cada vez que puede–, también reaparecen los trabajadores textiles que le daban vida. “Como otros títulos míos, estos cuentos pertenecen a la actualidad”, dice Rivera. “Iniciaciones, el primero, trabaja sobre un campo trillado: la relación apasionada de un adolescente que se inicia sexualmente con una mujer madura y bella que es portadora de un apellido ilustre y guarda algún millón de dólares que los montoneros obtuvieron por un secuestro resonante. Pero este tipo de relación ha sido pasto de innumerables cuentos, novelas y poesías. No hay nada nuevo, sólo el escenario y el modo en que es descripto: la escritura. Después de muchos años, creo que en la escritura hay un tono, una música.”
Rivera dice que el talento no existe y que logró esa musicalidad con trabajo. “Alguna vez le preguntaron a Faulkner de dónde le venía la inspiración”, dice. “‘No conozco a la dama inspiración, sólo conozco trabajo, trabajo y trabajo’, contestó. Eso es lo que intento hacer cuando termino los ciclos de notas, encuentros, visitas a bibliotecas populares y charlas con el público. Lo que se puede escribir en dos líneas no hay que escribirlo en diez: eso es un trabajo. Yo soy un Andrés Rivera muy distinto al que escribió El precio en 1957. Hay una historia a propósito de cambiar y no cambiar: cuenta Bertolt Brecht que el señor Z se encuentra con el señor K y le dice: ‘Usted no cambió nada’. El señor K palideció. Yo cambié mi escritura. Pero no mi concepción del mundo: sigo siendo partidario de la eliminación de la propiedad privada. Así de simple. Que eso vaya a ocurrir no depende de un libro, ni de las biblias, ni del Corán ni de El Capital, ni de la mejor novela que pueda concebirse.”
–¿Por qué rescató los personajes de El precio?
–Porque de alguna manera siguen estando vivos. Hoy Villa Lynch (el antiguo barrio de galpones de telares en San Martín, Buenos Aires) es un desierto de piedra, como ocurre creo que con Fisherton y los suburbios industriales de Rosario. Casi es aterrador atravesarlos, porque uno encuentra, en lugar de ventanas, enormes agujeros oscuros y silencio. Ni siquiera se escucha el ladrido de un perro. Hoy Adolfo, el patrón, sería sojero. Y estaría dedicado de lleno, con la misma avidez que muestra en ese cuento, a la industria de la soja y a volver paupérrima una tierra tan rica como la argentina.
–La relación entre padres e hijos es otro de los temas que aparece en el libro: en No hay más que esto, por ejemplo, abuelo, padre e hijo componen una “dinastía gerencial” de una sucursal del Banco Nación en un pueblo del sur. ¿Contrasta las generaciones para hacer recorridos históricos?
–Diría que intentan mostrar el papel que juega cada generación en un país como éste. Unos vinieron a construirlo: Sarmiento se quejaba de que la inmigración que llegó mientras él estaba vivo era la menos inteligente; claro, eran los pobres que venían de Calabria o Sicilia. Mis padres, que llegaron después de la Primera Guerra Mundial, no salían de su estupefacción: la tradición oral de mi familia materna cuenta que el kilo de hígado valía 20 centavos y que algunos cortes de carne se regalaban. Un país rico, éste, se daba esos lujos. El Banco Nación fue uno de los primeros en implantarse en el sur; el primero de los gerentes quería a ese sur patagónico, a esa tierra cruzada por los vientos, aparentemente árida. Había créditos, y todo parecía fácil. Piense lo que pasó con el tercero de esa generación: se mete con una mujer que tiene un pasado nazi. Y él lo sabe. Es un demócrata: cuando hay que ir a votar, vota. Lo mismo que hacen los que miraban para otro lado cuando desaparecieron 30.000 personas, mientras decían “por algo será” y se callaban.
–Lucas, el adolescente que mata a su alter ego, Reedson, en Tierra de exilio, reaparece aquí y de alguna forma da nombre a este libro. ¿Se lo sigue cruzando por su barrio, en Córdoba?
–Hace diez años que lo conozco. Es un chico que no tiene capacidad para reflexionar y Daiana, su hermana, piensa por él; es una mujercita joven, hermosa a su manera, y perversa. Lucas es una máquina de matar. Y mata. Hace unos años era un chiquilín que se entretenía golpeando la puerta de la biblioteca que dirige mi mujer, Susana Fiorito, cada vez que dábamos cine para un grupo de habitantes de ese barrio. Hasta que un día me cansé, salí, lo tomé del cuello y le dije que la terminara porque él iba a terminar mal. No lo volvió a hacer, pero ahora creció. El otro día, cuando lo encontré, llevaba una camiseta a rayas verticales azules y blancas con una inscripción: “De la Sota-Kammerath”.