ESPECTáCULOS › LA JUGADA PERMITE UN REENCUENTRO CON EL SECRETO MEJOR GUARDADO DEL CINE BRITANICO
Cuando el policial negro se muda a Londres
El director Mike Hodges, que a comienzos de los ’70 había debutado con la emblemáticamente dura Get Carter, vuelve a entregar un film noir seco y despiadado. Por su parte, Mariano Galperín logra resucitar al grotesco naturalista argentino con la comedia dramática El delantal de Lili, en la que se luce Luis Ziembrowski.
Por Horacio Bernades
“Bienvenido a la casa de la adicción”, se dice a sí mismo Jack Manfred cuando desciende por primera vez las escaleras del casino, en el que su padre le consiguió trabajo como croupier. Algún adicto al juego se le cruzará más tarde en alguna mesa de black jack, pero debe reconocerse que la mayoría de los habitués son de los que saben mantener la cabeza fría. Y hasta retirarse cuando están ganando, lo cual es para Manfred “la regla de oro del jugador”. En ese oscuro subsuelo londinense, la adicción que todos comparten tal vez sea la del control. Control del azar, de sí mismo y del otro. En este juego, es posible que el que cree controlarlo todo termine siendo controlado, manipulado, en una danza de gato y de ratón en la que los roles son siempre rotativos.
A un mundo cerrado ingresa Jack Manfred cuando baja esas escaleras, con la secreta esperanza de mantenerse a distancia. Todo mundo cerrado se rige por reglas propias, que no deben infringirse, y el director del casino las enumera férreamente ante el nuevo candidato. Un croupier no debe ser jugador y no puede permitirse involucrarse con nadie. Ni con sus pares ni con quienes vienen a sentarse a la mesa. No hay problema: no involucrarse parecería ser lo propio de Jack, que confiesa amar a su novia “sólo a medias” y que siempre se reserva una distancia irónica, frente a los demás y al mundo en su totalidad. Jack es, en verdad, un profesional de la distancia. No sólo por su profesión de croupier, sino por la de escritor, que es en verdad aquello a lo que aspira.
De hecho, si Jack aceptó la recomendación de su padre es porque no tiene un peso, pero también porque la experiencia puede servirle para escribir ese best seller a medida que un editor inescrupuloso acaba de pedirle. Fábula del cazador cazado en la que lo raro es que la presa puede llegar a aceptar su condición con una sonrisa autoirónica, La jugada se estrena en la Argentina con el suficiente retraso como para que su protagonista, Clive Owen –que viene de estelarizar la superproducción Rey Arturo–, sea bastante más conocido que cuando protagonizó este film, seis años atrás. Típicamente seca y despiadada, La jugada representa el regreso en forma de quien posiblemente sea el secreto mejor guardado del cine negro británico. Se trata de Mike Hodges, que allá por comienzos de los 70 había debutado con la emblemáticamente dura Get Carter. Allí, un joven Michael Caine era el asesino a sueldo que intentaba hacer justicia por mano propia.
Casi como si no hubiera pasado el tiempo, dando la sensación de que Dashiell Hammett o Raymond Chandler acaban de mudarse a Londres, en La jugada cada mirada brilla como un puñal helado, cada línea de diálogo parece destinada a desbaratar toda ilusión. “¿Qué soy para vos?”, le pregunta la pobre Marion a su novio Jack, el que la ama a medias. “Sos mi conciencia”, contesta el otro, casi antes de que ella termine la frase.
Simple, conciso y directo, el estilo de Hodges parece hecho a la medida de esos diálogos. En el interior del casino (un palacio del mal gusto, lleno de espejos que no hacen más que multiplicar el ahogo) todo es asfixia. Afuera del casino no es que sobre el aire. Así lo demuestra esta escena: en plan de reconciliación, Jack se le arrima a Marion, en la gran tienda en la que la chica trabaja como detective (sí, de eso trabaja). En una escalera mecánica le pregunta: “¿A qué hora salís?” “A las nueve”. “Uf, a esa hora yo entro a trabajar”, contesta él. Así como llega hasta abajo, se sube a la escalera de al lado y se va: es como si Antonioni se hubiera puesto negro.
Con su protagonista escritor, sus poblados y muy literarios monólogos en off (en realidad, diálogos de Jack consigo mismo) y su intrincada trama de manipulados y manipuladores, La jugada es una de esas películas en las que la mano del autor del guión (Paul Mayersberg) pesa tanto como la del director. “Yo cumplí con mi misión, que consiste en hacerlos perder a ustedes”, dice el croupier en su soliloquio final, apuntando a los jugadores sentados a la mesa de black jack. Pero lo dice mirando a cámara. En ese momento, el espectador sospecha que ha sido desplumado. Pero no sabe cuándo, cómo ni por qué.