ESPECTáCULOS › CINE ZATOICHI, OTRO MOMENTO GLORIOSO DEL JAPONES TAKESHI KITANO
Los samurais también saben bailar
El nuevo film de Kitano puede ser definido como una comedia musical de espadachines, llena de bocados visuales.
Por Horacio Bernades
Una comedia musical de samurais: eso es, en última instancia, Zatoichi. En su último film a la fecha, Takeshi Kitano se acerca a uno de los géneros más tradicionales del cine de su país (el film de samurais, conocido como chambara) del mismo modo en que lo había hecho anteriormente con otro género igualmente añoso: el de gangsters o yakuzas. En películas como Boiling Point, Sonatine o Flores de fuego, el enfoque que Kitano traslucía hacia el género era de carácter doble y contradictorio. Por un lado, respetaba (exageraba) la canónica oscilación entre calma y violencia, entre recogimiento y estallidos, entre sobrevivencia y aniquilación. Por otro, provocaba sísmicas conmociones en ese canon, al introducir puro humor absurdo entre momentos estáticos y extáticos, que lo acercaban más a Samuel Beckett y el arte naïf que a la tradición yakuza.
Ahora, para abordar el chambara, Kitano-san procede de modo semejante. A la hora de revivir una larga serie de films popularísimos, protagonizados por el samurai ciego Zatoichi (veintipico de películas, a un promedio de dos por año, desde comienzos de los ’60 hasta mediados de los ’70) mantiene las premisas básicas (estoico masajista no vidente, de inaudita habilidad con la espada, desface entuertos en el Japón del siglo XIX) a la vez que desarregla todo con toques de excentricidad, bufonadas y disrupciones. Nada de lo cual entorpece –maestro en el arte del doble mensaje– la posibilidad de gozar de esta nueva aventura de Zatoichi al modo clásico y popular, siguiendo la línea de sus quijotescos combates contra todos los malos de este (aquel) mundo. Pero –en esto reside la modernidad de Kitano, su no declamado carácter vanguardista– ni el espectador más cerradamente tradicional podrá dejar de experimentar una serie ininterrumpida de microalteraciones perceptivas: unos agricultores que hacen ritmo mientras trabajan, un señor que descubre su afinidad por la ropa femenina (en pleno Japón feudal), habilidades exageradas para un no vidente y hasta la sospecha final sobre su capacidad de ver. O no.
Este carácter radicalmente moderno, esta voluntad de descentramiento se condensan en un signo que hace ruido por donde se lo mire: Ichi, masajista ciego y trashumante de hace dos siglos, luce un cabello tan parafinado como un músico de hip hop. Pero allí se termina el anacronismo, porque Kitano es tan parco y lacónico en sus bromas como en todo lo demás. De hecho y como ya es costumbre, le lleva más de un cuarto de hora al héroe (encarnado, como es usual, por el propio Kitano, bajo el seudónimo Beat Takeshi) pronunciar palabra. Y cuando lo hace es siempre entre dientes, mirando (o no mirando, más bien) hacia abajo y gruñendo monosílabos incomprensibles. Sin embargo, en esta ocasión el héroe kitaniano es extrañamente amable, no tiene un solo rasgo desagradable. Es que, por una vez, no se trata de un matón sino de un hombre del común, dueño de una habilidad excepcional: su dominio del arte de la espada le permite dar cuenta de docenas de rivales, sin mirar y sin pestañear. O pestañeando, sí: ya se sabe que desde que sufrió un accidente, una cicatriz y un tic espasmódico cruzan para siempre el rostro de Takeshi Kitano.Varias líneas de relato (todas presentadas con el más clásico rigor narrativo, en los minutos iniciales) convergen en una aldea que hace pensar en los films de samurais, pero también en ciertos modelos occidentales. Por un lado está el masajista errante, que como buen héroe de western no se sabe de dónde viene ni a dónde va. Por otro, la situación en la aldea, que recuerda mucho a la de Los siete samurais, con unos poderosos (y su ejército de matones) ahogando con tributos impagables a la gente del lugar. Un ronin dignísimo bajo contrato de los malos, que asesina en presencia de su esposa. Dos hermanas (una de ellas, más hermano que hermana) resueltas a vengar la masacre familiar, que Kitano evoca en un par de flashbacks precisos como espadazos. Y dos personajes que ayudan a volcar las cosas para el lado de la comedia: un jugador compulsivo que no para de perder a los dados, y el bobo de la aldea, un gordo que –como cierto personaje de Ugetsu– juega a ser samurai.
Con admirable sentido del equilibrio narrativo, los elementos cómicos están perfectamente contrapesados por las escenas de acción (una bajo la lluvia evoca, una vez más, a Los siete samurais) y por ráfagas de tragedia íntima: la traumática condición de niño abusado que ostenta un personaje, o la sufrida mujer del ronin. Como bien está lo que bien termina, todo este entretejido narrativo (cuya complejidad jamás queda a la vista) desembocará, una vez que la justicia quedó restablecida, en un pletórico festejo comunitario. A él se suman todos los miembros del elenco, incluyendo los que murieron a lo largo de la historia. Con el grupo japonés The Stripes como infiltrado, esos largos minutos finales constituyen uno de los obsequios más dorados que cineasta alguno haya brindado en mucho tiempo a su público. Haciendo honor al carácter multicultural que está en la base de toda la película, todos se entregan allí a la más exuberante muestra de flamenco-tap-jap que el cuerpo humano pueda concebir, cerrando este bocado llamado Zatoichi con la plena felicidad que le corresponde.
Zatoichi
Japón, 2003.
Dirección, guión y edición: Takeshi Kitano.
Fotografía: Katsumi Yanagishima.
Música: Keiichi Suzuki.
Intérpretes: Beat Takeshi, Tadanobu Asano, Gadarukanaru Taka, Daigoro Tachibana, Yuuko Daike, Ittoku Kishibe, Saburo Ishikura, Akira Emoto y Ben Hiura.