ESPECTáCULOS › TEATRO MURIO AYER EL DIRECTOR CARLOS GANDOLFO
Una guía para las generaciones futuras
Fue uno de los fundadores del teatro independiente en la Argentina. De sólida formación, se destacó como maestro de intérpretes y dejó su sello en numerosos montajes.
Por Hilda Cabrera
Peleó con la escena y con la salud desde siempre. Carlos Gandolfo, director de teatro e indiscutible maestro de actores, se despidió a los 73 años, después de una real lucha por preservar su vida. Padecía desde hace décadas un cáncer en las cuerdas vocales que le impidió continuar su carrera de actor, en la que se había iniciado a los diecisiete años. Una vocación que quedó como un sueño incumplido, y que acaso rescató en parte a través de sus puestas, guiando, como pocos, fino y certero, a los intérpretes. Recordaba el episodio como uno de los más difíciles que atravesó: la evidencia, en 1972, de un carcinoma que, operado a tiempo, le permitió seguir viviendo y le exigió poner a prueba su tenacidad para recuperar la voz.
Fue uno de los fundadores del teatro independiente en la Argentina e integró los elencos de espacios míticos. Uno de ellos fue La Máscara, donde conoció a Heddy Crilla y se formó en las técnicas actorales de Stanislavski. Fue alumno de aquella maestra mítica y dirigió junto a ella piezas como Cándida y Una ardiente noche de verano. Otro espacio fue Nuevo Teatro, creado por Alejandra Boero y Pedro Asquini. De estos artistas aprendió “lo esencial”, enriqueciéndose luego con los contactos que realizó en España: asistió a seminarios de investigación con Dominique De Francio (discípulo de Lee Strasberg, fundador del Actor’s Studio) y colaboró con José Luis Gómez, director del Centro Dramático Español, quien lo invitó a dirigir una versión de Veraneantes. Pionero en la puesta de espectáculos de café concert en la década del ’60, como Negro, azul, negro, era convocado periódicamente a trabajar fuera del país, concretando cursos, seminarios y direcciones, entre otros en el Instituto de Teatro de Sevilla.
Durante años, compartió la enseñanza con su “segunda profesión”, la que le proporcionaba sustento. Se desempeñaba como dibujante de publicidad. Ya en 1999 dictaba clases en los fondos de su casa, amplia y restaurada, lugar que disfrutaba tanto como la cercanía de sus hijos, nacidos de su matrimonio con la actriz Dora Baret: Matías y Emanuel, este último un mago de ambiciones desmesuradas. Según contaba Gandolfo, el sueño de Emanuel era “hacer desaparecer el Obelisco”. Entre las numerosas puestas de este director admirado por sus colegas artistas, figuran América Hurrah y Salvados, de Edward Bond, un montaje de 1967 que fue prohibido a pocos días de su estreno por el régimen de Onganía. Se trataba de un texto áspero y feroz que apuntaba a la familia como institución. Otra de las primeras direcciones fue Adriano VII y entre las más cercanas, la convocante Copenhague, obra que atrapó incluso a un público no habitué al teatro, y la reciente En casa/En Kabul. La mención de estos trabajos no implica restarles mérito a montajes modestos, como Hughie, una bella obra breve de Eugene O’Neill que protagonizaron Lito Cruz y Oscar Núñez.
Gandolfo, también escenógrafo y vestuarista, se replanteó su oficio teatral en numerosas ocasiones: a comienzos de los ’90, optó por no dirigir producciones comerciales, aun cuando algunas le habían deparado satisfacciones. Hay que deshacer la casa, por ejemplo, con Charo López y Thelma Biral (“una labor hecha con paciencia y alegría”, dijo entonces), y Los noventa son nuestros, versión de un texto frontal de la española Ana Diosdado, con actuaciones de Carola Reyna, Fernán Mirás y Leonardo Sbaraglia, entre otros. Esos replanteos surgían en épocas “complicadas”, según sus palabras, cuando se peleaba por asuntos vinculados con la escena, a pesar de amar profundamente el teatro. Eran los períodos en que se retiraba por su salud o porque no podía seleccionar él mismo al elenco. “En el teatro oficial y comercial es generalmente otro el que elige –puntualizaba–. Los directores nos vemos obligados a salvar baches o sacar las papas del fuego.” Por el contrario, recordaba agradecido otras situaciones, algunas lejanas en el tiempo como la puesta de El gran deschave, de Sergio de Cecco, con Federico Luppi y Haydée Padilla (pieza que estuvo seis años en cartel); Veraneantes, versión de una obra deMáximo Gorki que dirigió en España (en Buenos Aires no pudo armar el elenco que deseaba); Panorama desde el puente, de Arthur Miller, donde dirigió a Alfredo Alcón, un intérprete que –opinaba Gandolfo– había hecho un camino diferente al suyo, pero que se entregó dócilmente a sus directivas. Esa fue una experiencia de 1978, cuando preparaba Encantada de conocerlo, con Ana María Campoy y Dora Baret. Otras piezas que destacaba en sus entrevistas eran Un día muy particular, con Charo López y José Sacristán, y Hughie, que le significó un retorno a la escena, después de un tiempo de permanecer “guardado”. Ese montaje le brindó “alegría y paz”.
Tiempo atrás Lear, del inglés Edward Bond, versión del Rey Lear, de William Shakespeare, lo atrajo a la escena después de uno de esos períodos de retiro. Fue en 1974, en el desaparecido Armando Discépolo, conduciendo al elenco del Grupo Nuevo Drama. Se trataba allí el tema de la violencia que, como expresara Gandolfo, “hace peligrar al género humano”. Algo que la Argentina de esa época comprobaba a diario: “Se habla de cosas que nos atañen a todos y particularmente a los argentinos”, apuntaba el director, que la calificaba de “meditación sobre los líderes y los modelos de poder”.
En su tarea pedagógica descubrió que la mayoría de sus alumnos no asistían al teatro. Llegaban a su taller estimulados por el cine o la televisión, por la necesidad de realizarse frente al espectador, de que se los conozca rápidamente “sin advertir que se los está metiendo en una trampa: los actores son seres cándidos e inocentes”. Una de sus técnicas preferidas era centrar al alumno en el conocimiento de sí mismo: la enseñanza –decía– no debe apartar al estudiante de la persona. “Se elige ser actor, pero antes se elige ser persona.” Esta convicción fue central en su vida, como lo han manifestado en diversas ocasiones los artistas que lo conocieron y respetan. Aquello de que es imprescindible “revisar un sistema personal de creencias y dejar de pelearse con los propios fantasmas”, lo supo desde siempre. De ahí, en parte, lo indiscutible de su labor pedagógica y de dirección, que él deseaba fuera sobria, libre de snobismos y tics. Lo primordial no era tanto la enseñanza de los mecanismos de representación, o sea el oficio que permite ganarse la vida, como la persona. Sólo así –opinaba– era posible llegar a ser un artista.