ESPECTáCULOS › FILM SOBRE UNA COMEDIA MUSICAL DE LLOYD WEBBER

El terror musical hecho película

 Por Horacio Bernades

Con una vocación de repostero audiovisual ampliamente exhibida en Batman y Robin y Batman eternamente, el realizador Joel Schumacher tiene ahora ocasión de volcarla a toda orquesta (literalmente) en la enésima adaptación cinematográfica de El fantasma de la Opera. A diferencia de las anteriores, ésta se basa más en el musical del inefable Andrew Lloyd Webber que en el texto original de Gaston Leroux. Coproducida y coguionada por Lloyd Webber y nominada a tres Oscar (Dirección de Arte, Fotografía y Banda de Sonido), los académicos no se atrevieron a candidatearla en ningún otro rubro. Ni siquiera el de maquillaje, que se hace ver en la secuencia introductoria y varias otras escalonadas a lo largo de la película, en las cuales dos de los personajes aparecen ya viejos y con arrugas de utilería. Filmadas en blanco y negro, esas secuencias permiten cierto reposo, antes de que la orquesta vuelva a atronar.
Que la película arranque con el fantasma ya en pleno ejercicio no ayuda mucho a entender historia y personajes. En versiones más fieles al original de Leroux había ocasión de conocer al monstruo cuando todavía no lo era. Frente a Webber & Schumacher, por otra parte, más vale olvidar el De Palma de Un fantasma en el Paraíso y, ni qué hablar, al gran Claude Rains de la versión años ’40. Condenado a habitar las catacumbas de un gótico y portentoso Théatre de l’Opéra de fines del siglo XIX, el Enmascarado se enamora de la nueva étoile, Christine. Esta le corresponde, movida por razones bastante edípicas. Antes de morir, su amado padre le indicó que debía seguir al Angel de la Música. Confundiendo a esa figura con la del Fantasma (mareada tal vez por el exceso de espejos en las paredes), la muchacha seguirá al deforme enamorado hasta su cavernoso imperio, construido en los bajos del edificio.
Actores jóvenes e inanes braman sus partes con tanta pertinacia como un grupo de veteranos de la escena británica, a quienes comanda una Miranda Richardson empeñada en hablar con un lejano acento francés. La reaparecida Minnie Driver compone a una estereotípica prima donna, con la sutileza de una actriz de tira diaria de la televisión argentina. Paradójicamente, esto le permite sintonizar a la perfección con los ostentosos arreglos y partituras llenos de autoplagios que rellenan la falta total de desarrollo dramático y narrativo. De tanto humo, candelabros y cartón corrugado, los decorados parecerían querer fundar, a su turno, un nuevo estado del alma: la asfixia kitsch.

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