Viernes, 18 de febrero de 2005 | Hoy
PERFILES
Mientras otros niños se entregaban a charadas y rondas, Daisy Asfhord prefería entretenerse con la literatura. A los cuatro años dictó su primera novela y arrancó un camino que dejó a los 14, cuando terminó su obra más ambiciosa y fue internada en un colegio de monjas. Sólo el azar la consagró años más tarde, aunque ya no volvió a escribir. Retrato de una dama que redefinió el término “precoz”.
Por Guillermo Piro
En 1970, George Steiner se rendía ante una evidencia irrefutable; sólo existen tres campos intelectuales donde los seres humanos consiguieron importantes hazañas antes de la pubertad: la música, las matemáticas y el ajedrez. Mozart compuso música de indudable calidad antes de haber cumplido ocho años. A los tres años, Karl Friedrich Gauss ya hacía cálculos de cierta complejidad y antes de cumplir los diez era un aritmético prodigiosamente veloz, y a los doce años Pascal descubrió, por su propia cuenta, los axiomas y las proposiciones esenciales de la geometría euclidiana. A los doce años, Paul Morphy venció en el ajedrez a todos sus contrincantes en una serie de simultáneas realizada en Nueva Orleans. En ningún caso existen pruebas para afirmar que la conducta de esos niños, su coherencia emocional o capacidad de juego hayan sobrepasado o fueran inferiores a las de otros niños: sólo se comportaban como adultos con relación a los conocimientos musicales, aritméticos o ajedrecísticos. Una vez terminada la partida que había ganado, usando con implacable habilidad la defensa francesa, Paul Morphy se convertía en un niño gritón e insoportable. La literatura no tenía su niño prodigio, o tal vez Steiner lo ignorara, o tal vez (lo más probable) no lo ignorara, pero su sola presencia, como un “caso” aislado en el desierto de la ausencia juvenil, si bien alcanza para incluir su nombre junto al de otros prodigios, no es lo suficientemente general como para incluir a la literatura en la categoría de campo intelectual en el que los púberes han ganado una batalla.
Margaret Mary Julia Ashford nació en 1881 en Petersham, Inglaterra. Su madre era Emma Walker y su padre, Willie Ashford. Emma era hija de un magnate del carbón, a cuya fortuna renunció al fugarse con un húsar indeseable, Harry Langley, con el que tuvo cinco hijos, dos niñas y tres varones. Harry murió y Emma volvió a contraer matrimonio con Willie, un católico al que le costaba despegarse de su madre y su hermana, Julia, con las que había vivido cómodamente hasta entonces. Willie no había trabajado hasta entonces, y lo hizo durante un breve período, hasta que a la muerte de su padre renunció a él y volvió a vivir de rentas y a disfrutar de la vida. Se casaron en 1880 y tuvieron tres hijas: Daisy, Vera y Angie. Las tres hermanas fueron muy estimuladas en sus iniciativas artísticas preferidas (todos los niños tienen una): Vera pintaba, Angie hacía música y Daisy escribía. El primer registro escrito de Daisy se remonta a la edad de tres años: una carta escrita a su querida “tiíta” Julia en la que le pide dinero. A los cuatro años dictó a sus padres su primera novela, la biografía de un jesuita que había estado unos días de visita en su casa, The Life of Father McSwiney. A esa novela siguió otra que se perdió, Mr. Chapman Bride, y a los ocho años otra, A Short Story of Love and Marriage (detalle encantador: la novela está dividida en dos capítulos, “Love” y “Marriage”). En 1890, a los nueve años, escribió su obra maestra, TheYoung Visiters (hay edición es castellano de esta novela: Los jóvenes visitantes, Eudeba, 1997, con traducción y prólogo de César Aira, del que salen las presentes noticias). En 1892 escribió The True Story of Leslie Woodcock, en 1893 Where Love Lies Deepest, y al año siguiente The Hangman’s Daughter, tal vez su esfuerzo más ambicioso, que concluyó a los catorce años, más de doscientas páginas de acción compleja y bien estructurada, que se extiende por un lapso de veinticinco años, una historia de crimen, codicia, identidades cambiadas y psicologías retorcidas, en el que la protagonista llega a vivir con el asesino de su propio padre; en fin, novela victoriana en estado puro.
Al finalizar la escritura de The Hangman’s Daughter, Daisy fue internada en una escuela de monjas. En su casa habían quedado, olvidados y llenos de polvo, los cuadernos conteniendo sus novelas. En 1904 se mudó a Londres junto con su hermana Vera, donde trabajó de secretaria hasta 1912, año en que murió su padre y las dos hermanas volvieron al campo para hacerle compañía a su madre, que murió en 1917. Cuando Emma murió, durante las tareas de desmantelamiento de la casa antes de la venta, los cuadernos volvieron a la luz. En 1918, el manuscrito de The Young Visiters, por intermedio de una amiga de Daisy, llegó a manos de Frank Swinnerton, de la editorial Chatto & Windus. El libro se publicó en 1919 con un prólogo de James Barrie, el autor de Peter Pan (Barrie lamentaría haber escrito ese prólogo, porque durante muchos años se creyó que él era el autor de la novela). Fue un éxito inmediato: 500 mil ejemplares en menos de un año, adaptación teatral al año siguiente, una versión en comedia musical y también una película. Ese mismo año aparecen las obras completas de Daisy Ashford bajo el título: Daisy Ashford: Her Book, cuando la autora contaba con treinta y nueve años. Y ese mismo año Daisy se casó y se mudó a Norfolk.
El éxito no la volvió rica y, pese a los ruegos de su editor, nunca más volvió a empuñar la pluma para decir lo que llevaba en el corazón. Tuvo cuatro hijos. Enviudó en 1955. Murió en 1972, a los noventa años.
César Aira no encuentra en este caso enigma alguno: “Escribir fue una actividad infantil para Daisy, y preguntarse por qué no escribió de adulta equivaldría a preguntarse por qué dejó de jugar a las muñecas”.
James Barrie sugiere en su prólogo algo que, al mismo tiempo que logra minimizar la genialidad inventiva de Daisy, hace que uno se rinda a ella: lo único que la niña había hecho, a diferencia de tantos niños inteligentes que también escriben y seguirán escribiendo a corta edad, era que no se había limitado a esbozar un relato, o que incluso lo había escrito, sino que, maravilla de maravillas, había conseguido terminarlo.
“Si la inocencia es la expresión de la ignorancia de lo que en realidad se sabe –dice César Aira–, Daisy se aferra a ella anacrónicamente para dar el último y definitivo testimonio de sus tiempos. Más allá es imposible ir sin confesar todo lo que sabía.”
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