ESPECTáCULOS › “RONDA NOCTURNA”, DE EDGARDO COZARINSKY
Postales de un viaje al fondo mismo de la noche
El seguimiento que el director hace de su protagonista, taxi boy y dealer, se consuma en un registro documental de Buenos Aires, que deja ver su costado espectral.
Por Horacio Bernades
Para un cineasta como Edgardo Cozarinsky, fascinado por las historias en fuga, los enfoques tangenciales y los fantasmas del pasado, parece un destino implacablemente buscado que la relación de sus películas con los circuitos de distribución se haya definido justamente por lo fantasmal, por lo tangencial y huidizo. Iniciado en el cine en los primerísimos ’70, Cozarinsky (Buenos Aires, 1939) logró completar una primera película jamás estrenada aquí (... o Puntos suspensivos, de 1971) antes de afincarse en París. De allí en más y con la única excepción de Fantasmas de Tánger, ninguna de sus películas había conocido un estreno regular aquí. Por lo cual Ronda nocturna, que se estrena hoy en tres salas, bien puede considerarse una rareza en ese sentido. Y también en otros.
Con guión del propio Cozarinsky, Ronda nocturna hace transcurrir su ficción en una única noche. Que no es la de un día cualquiera, sino la del 2 de noviembre, Conmemoración de los Fieles Difuntos. Dealer y taxi boy, la noche es el reino mismo de Víctor (Gonzalo Heredia), tanto como la de otros veinteañeros que, como él, andan siempre en espera de algún auto salvador. Como el de un comisario que le da protección a Víctor, a cambio de favores sexuales obtenidos en el asiento de atrás. Por allí anda Carlitos (Darío Tripicchio), que introduce a su amigo en el coto cerrado de una casa de masajes high, y no falta algún embajador que organiza reuniones, en las que a cada miembro del servicio diplomático parecería tocarle su personal chongo.
Ese seguimiento al que Cozarinsky somete a su protagonista se consuma en el registro, crudamente documental, de la Buenos Aires post-2001. Una Buenos Aires de homeless y cartoneros, de pilas de basura y gente revolviendo en ella. Pero sucede –esta es la apuesta más arriesgada de la película– que entre las grietas de esa realidad aflora un segundo plano de realidad, mucho más secreto y misterioso, más elusivo y espectral. Si durante toda la primera parte la cámara del director de fotografía Javier Miquelez registra de modo ultraverosimilista esa ciudad cartonera, a medida que lo extraño comience a cercar a Víctor sus encuentros se harán menos (pre)visibles. Allí, los tiempos de cada encuadre se estiran y se hacen imprecisos. Es como si lo real hubiera entrado en suspensión y diera paso a un orden distinto, que la partitura tanguera de Carlos Franzetti se ocupa de materializar.
Ese orden se va anunciando en algún accidente fatal del que sus reflejos salvan a Víctor o en la aparición de una mujer toda vestida de negro. Y alcanza su máxima expresión ante el regreso de un viejo amigo (magnífico Rafael Ferro) y una novia de la infancia (Moro Anghileri), que parecerían venir de otro mundo. El problema no está en la audaz concepción del film, sino en la forma de materializarla, que no siempre está a su altura. No todos los actores dan con el tono adecuado y ciertos desvíos parecerían no llevar a ninguna parte.
Si todo esto no deriva en el desconcierto es gracias a la sabiduría de Cozarinsky y a la notable encarnación de Gonzalo Heredia, cuya síntesis de ingenuidad barrial y dandysmo canalla recuerda a la de tantos antihéroes de Leonardo Favio. A pesar de que el mundo de Cozarinsky y el del autor de Nazareno Cruz parecen antinómicos, en Ronda nocturna y por obra de Heredia las paralelas se aproximan hasta casi rozarse, quizá por única vez.