Mié 15.05.2002

ESPECTáCULOS  › “SABOR A FREUD”, LA NUEVA OBRA DE JOSE PABLO FEINMANN

Análisis con ritmo de bolero

La química de la pareja que componen Luisa Kuliok y Ulises Dumont funciona a pleno en esta visión surrealista del psicoanálisis.

› Por Hilda Cabrera

¿De qué les sirvió al psicoanalista Ernesto Kovacs y a su paciente Lucía Espinosa jugar a liberarse de sus respectivos traumas, minimizados gracias a una mutua y súbita pasión amorosa? Sabor a Freud no lo dice. Su autor prefiere destinarle al público una sorpresa final de corte surrealista. La obra se inicia con un recuerdo del terapeuta, aislado en su sillón. El hombre memora a la mujer de doble personalidad que, acaso, porque esto tampoco queda claro, le cambió la vida. En la puesta de María Julia Bertotto, escenógrafa de importante trayectoria que debuta como directora con esta breve pieza del escritor y periodista José Pablo Feinmann, la iluminación sugiere, en primera instancia, una atmósfera fantasmática. De ella surge la mujer de esta historia, embozada bajo un pañuelo que cubre su cabeza y un largo perramus, cortado al estilo de las películas de policías y gangsters de otra época.
La historia es simple. Una burguesa aburrida de un marido que pone toda su libido en hacer dinero es poseída por su propio otro yo: una tal Dolores Durán fascinada por el universo sentimental del bolero. Para arrancar de sí este exorcismo acude a Kovacs. Su intención es curarse y ser finalmente una. Pero lo cierto es que se topa con un médico que la supera. Como dice el hombre, es aburrido ser siempre uno. De ahí en adelante todo será un contrapunto entre bolero y psicoanálisis, materias tratadas aquí, deliberadamente, de modo elemental. El matiz cómico impreso a la anécdota disimula algunos tropiezos, un ejemplo de los cuales son las escenas cantadas. La excitada Dolores no logra afirmar su voz como bolerista en la composición que de este personaje hace Luisa Kuliok, actriz que por otro lado ejecuta con delicadeza sus transmutaciones.
El paso de uno a otro personaje no toma desprevenido al espectador. Como en las obras de vodevil, el público prevé los cambios. De manera que cuando la actriz se transforma en Lucía no quedan dudas de que, a pesar de su crisis de rebeldía, esta señora no está dispuesta a perder su bienestar, y es probable que siga soportando los desplantes de su acaudalado marido. Papel éste que encarna Ulises Dumont en una contundente escena de psicodrama, evadiéndose de su rol de Kovacs. El actor es también la voz en off de los pacientes Pertinelli y Bernstein, que exigen ser atendidos, y con derecho, porque tienen horario acordado. Sólo que ese día resultan inoportunos.
Protagonista de numerosas e importantes obras teatrales y películas de autores y realizadores nacionales, el singular Dumont compone a un Kovacs crispado al momento de verbalizar emociones y pensamientos. No le importa mostrarse cínico respecto de su tarea: “Una sesión conmigo dura cincuenta minutos y yo la cobro... caro. Pero es tanto lo que doy, son tantos los temores que sosiego. La gente viene a mí devastada por la angustia y yo ladevuelvo al mundo devastada por la resignación”. Esa parece ser su manera de encarar la propia vida, hasta que aparece la bella Lucía. Quizá sólo entonces intente la proeza de saber quién es realmente. En principio, ante el espectador discurre una pieza de diálogos ágiles y escuetos, construida con las reacciones del terapeuta y su paciente ante asuntos que les atañen profundamente (la dualidad de ella y las frustraciones de la infancia y la adolescencia de él) y con la distorsión cómica (o catártica) del pensamiento y de las emociones de una y otro. Una muestra de esto es la secuencia en que Kovacs cae entre sollozos sobre el diván destinado a sus pacientes.
La proyección discontinua de un video funciona a veces como ilustración y otras como broma, pero sin constituirse en un tercer punto de vista. Permite, sí, darle tiempo a la actriz para cumplir con sus dos protagónicos. En ocasiones se convierte en válvula de escape. Esto ocurre en las pausas silenciosas de Kovacs, escasas por otra parte. En este encuentro de dos solitarios castrados por sus parientes (el marido en el caso de Lucía y la madre en el del terapeuta), el subrayado de algunos estereotipos característicos de la comedia ligera constituye un recurso poco feliz. Por ejemplo, que la banda sonora irrumpa con un bolero, y automáticamente la actriz se contonee a su ritmo.
Las escenas más convincentes son las que instalan una comicidad reflexiva. Entre otras, aquella en la que Kovacs –quien sostiene que la cordura es el único remedio contra el sufrimiento– analiza la letra de algunos boleros, o bien la que lo muestra en un aparte dirigido al público, ilustrándolo sobre la técnica adoptada en una escena que, por obvia, no necesita ser explicada (una conversación telefónica con su madre, a punto de ser internada en terapia intensiva). Esta ocurrencia, como los brevísimos apuntes sobre la actualidad contrabandeados en los diálogos, abonan la idea de que, más allá de los dilemas que plantean los personajes sobre lo cursi y lo razonable, Sabor a Freud es un juego escénico donde la ilusión puede ser realidad, y ésta sólo un compendio de símbolos.

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