ESPECTáCULOS › LAS CIRUGIAS DE “THE SWAN”
De cómo operarse y llegar a “cisne”
El nuevo reality quirúrgico de Warner exacerba todas las claves del género.
Por Julián Gorodischer
Rachel tiene un extraño dilema existencial: quiere dejar de ser corrientona (sic). Kelly, su adversaria, es más modesta y elige la muletilla en realities quirúrgicos: “Quiero sentirme mejor”, con la referencia anímica que quitaría la pátina frívola. Pero en The Swan (“El cisne”), que se estrenó el domingo a las 23 en el canal Warner, se extreman las reglas del antes y después hasta convertirlas en una parodia de sí mismas: las chicas no sólo se someten a una transformación completa (de un saque, desde el talón a la coronilla) sino que compiten por ver quién quedó mejor en un concurso de belleza de operadas que definirá al cisne. Aquí no se escucha el tonito excusatorio de Karina Mazzocco en Transformaciones (¡la acción de bien!) ni las sentencias de gurú del cirujano mediático Robert Rey. The Swan respeta aquel dictado que prevé que la historia se presente primero como tragedia y se repita como farsa.
Aquí las hacen a nuevo: seis liposucciones, papada, ¡cambio de mirada!, pechos, cuello y piernas para una; nariz, labios, mejillas, liposucciones, tetas y caderas para la otra. El reality le dedica un equipo de asesores a cada una, las hace competir y les niega el acceso al espejo durante tres meses hasta ponerlas al borde del ataque de nervios. The Swan blanquea el horror, desvía el motor de la narración a la competencia por ser más linda, explica toda depresión en problemas de aspecto, las estimula a resistir sólo para ganar el pasaporte a la final de belleza... El efecto es parecido al que lograba, en el plano local, el lejano ZAP (el talk show de Marcelo Polino) cuando criticaba a su propio género, el talk show, armando historias inventadas entre mediáticos, o el mítico Reality Reality, impostando un encierro de actores hasta dar, desde adentro, con el sarcasmo sobre el reality show.
Aquí todo discurso sobre la fealdad suena a melodrama forzado, convierte a las mujeres en pequeñas ciegas con todos los vicios de la negadora. Desde un fracaso escolar hasta la debacle de su matrimonio se interpretan como la consecuencia de ser corrientona o rellenita (sic). El exceso (de operaciones, lágrimas, quejas, competitividad) llega a postular que ellas no sólo quieren ser lindas sino más lindas que la otra. The Swan despliega el placer de la incorrección, quiebra el tono del doctor Rey (“Opero para dar felicidad”) y el del Extreme Make Over de Sony (“Opero por fidelidad a la forma”), legitimando el tabú: aquí, las pacientes se matan para ganarle a la rival, reciben una cirugía más que la que deberían, todas a la vez y, de ser posible, contribuirán al shock final cuando se vean transformadas después de una ceguera de tres meses. Las histéricas Rachel y Kelly no estarán conformes con su conversión a pulposas del estilo Alejandra Pradón y Anna Nicole Smith, respectivamente, sino que anhelan descartar a la de al lado, estimuladas por sus coachs personales que las azuzan como en riña de gallos para perder unos kilitos más. The Swan construye una impunidad discursiva que deja atónitos: reduce el universo a la dicotomía belleza/fealdad, construye un mundito aparte en el que la psicóloga interpreta el calvario de la niñez por la papada, en el que el éxito es sinónimo de proporciones dando a esta crónica el estatuto de historia ficcional.
The Swan se ilustra como un parque temático, como si la escena fuera una reproducción de palacete medieval, como si todo elemento (falsas cortinas bordó, falsos motivos art déco, falsas tetas y sonrisas) estuviera en lugar de un original ausente. Hay aquí una extraña coherencia regida por el artificio: es hacer como si fueran cenicientas compensadas, llenar los planos de lágrimas enormes que se deslizan por la mejilla recién operada, en un kitsch que reserva un clímax para el final. Se revelarán como ¿bellezas? atípicas: Kelly derivó en una regordeta lechosa del tipo Anna Nicole Smith o la local Silvia Süller, de pechos enormes, caderas inabarcables, extensiones platinadas como de muñeca Barbie... Rachel tiene 27 pero parece de 40, con su cuerpo como placard, su sonrisa estirada que no se altera ni cuando llora. El exceso, como recurso, reúne varios requisitos del buen show: atrapa para celebrar la aparición del adefesio, estimula la conversación encabezada por la frase ¿cómo pueden...?, genera empatía con las sufrientes ignoradas por sus maridos, despreciadas por padres y maestros por su dentadura torcida, su aspecto de fenómeno, su exhibición a la cámara –primero– de rollos, narices curvas y pechos caídos y –después– de muecas rígidas y tetas como pelotas hasta inducir en el público una sentencia reparadora: Al final, no estábamos tan mal.