ESPECTáCULOS
“La clase media se siente degradada en su identidad”
Roberto Cossa reestrena hoy “Nuestro fin de semana”, un retrato social que estrenó en 1964, pero que evidencia comportamientos similares a los de hoy.
Por Hilda Cabrera
La mirada analítica del joven Roberto Cossa sobre la clase media porteña en su primera obra teatral, Nuestro fin de semana, escrita en 1958 pero estrenada en 1964, no difiere demasiado en algunos aspectos de la que sostiene hoy, después de haber desarrollado una intensa labor como dramaturgo, dando a conocer piezas sobresalientes como La Nona (donde produce un viraje hacia el grotesco, también presente en No hay que llorar), El viejo criado (que dirigió), Gris de ausencia (una reflexión sobre el exilio expuesta en Teatro Abierto 1981), Ya nadie recuerda a Frederic Chopin (reestrenada en 1998 en el Cervantes), Los compadritos (inspirada en el hundimiento del Admiral Graf von Spee frente a la costa uruguaya), El sur y después, Yepeto (una reflexión sobre el amor) y, entre las últimas, El saludador, que, al igual que La Nona, será representada próximamente en Madrid por un elenco español que la llevará en gira. En diálogo con Página/12, Cossa se refiere a ciertos comportamientos de una clase media dispuesta a embarcarse en la mentira, siempre que resulte oportuna. Sobre aquella pieza inaugural (de la que fueron sucesoras, por los deseos y frustraciones que atraviesan a sus protagonistas, Los días de Julián Bisbal y La ñata contra el vidrio, las dos de 1966) dice que es “fantasiosa, nostálgica y aferrada a las pequeñas cosas de la vida”. Definiciones que quizás adquieran otro tono luego del estreno de hoy de Nuestro fin de semana en la Sala María Guerrero del Teatro Nacional Cervantes. Esta vez la dirige Hugo Urquijo y en circunstancias históricas muy diferentes de las que rodearon en 1964 a la puesta de Yirair Mossian, en el Teatro Río Bamba.
Cossa inició la escritura de esta obra en 1958, apenas comenzado el período denominado democracia débil: el ascenso de Arturo Frondizi (1958-1962) a la presidencia, de la que fue expulsado por un levantamiento militar; la puesta en el gobierno de José María Guido (1962-63) y, luego, la presidencia de Arturo Illia (1963-66), derrocado por el golpe que encabezó Juan Carlos Onganía (1966-1970). Estrenada en tiempos de Illia, Nuestro... muestra personajes que hoy –como apunta el autor– parecen irreales. Raúl, por ejemplo, un simple vendedor de máquinas de escribir, podía aspirar a trabajar de forma independiente y darse el gusto de invitar a un grupo numeroso de amigos a pasar un fin de semana en su casa de San Isidro. Es justamente ese abismo de oportunidades entre la clase media de entonces y la de hoy lo que le produce al autor gran ansiedad: “Esta es una obra de climas –advierte–, y no imagino cómo reaccionarán ante ella los espectadores más jóvenes”. De todas formas, decidió no introducir cambios en el texto: lo nuevo surgirá de la puesta de Urquijo, que, cree, “va a sorprender”. Si bien agradece a aquel primer elenco que integraron, entre otros, Juan Carlos Gené y Federico Luppi, se entusiasma con el actual, compuesto por Pablo Alarcón, Rita Terranova, Daniel Miglioranza, Marita Ballesteros, Diego Peretti, María Socas, Roly Serrano, Marcela Ferradás y César Vianco. El vestuario y la música son característicos de fines de los ‘50. “Empecé garabateando. En esa época hacía periodismo y la dramaturgia era un terreno desconocido”, cuenta. Su única experiencia anterior había sido la escritura de textos para marionetas, mientras trabajó como asistente del titiritero y poeta Juan Enrique Acuña. “Aquello no era más que un juego juvenil”, apunta.
–¿Puede decirse que en Nuestro... influyeron las obras de Anton Chejov?
–Totalmente, y también La muerte de un viajante, de Arthur Miller. Por ahí el espectador se va a encontrar con toquecitos de obras de Tennessee Williams. Elvira (una de las tres hermanas, que añora la casa de la infancia en Belgrano) se parece un poco a la Blanche de Un tranvía llamado deseo. Es uno de esos personajes cotidianos que padecen alguna histeria. Los otros son aparentemente más normales.
–En ese clima, Raúl sería el prototipo de individuo de clase media que aspira a más y se resiste a ser parte de una masa anónima...
–Esa era una aspiración posible en una época como aquélla, cuando aún existía movilidad social. A diferencia de entonces, ese mismo tipo de gente está hoy irritada. Se siente golpeada, degradada en su identidad, pero no sé si tomó conciencia de que la Argentina cambió para siempre y que de ésta no sale. Lo que en general se cree es que esta crisis es el producto de una mala administración.
–¿O sea que, aunque sea bien gobernado y cuente con políticos creíbles, este país no cambiará?
–Con gente progresista en el gobierno, el país puede cambiar, pero a largo plazo. Y en esto no sé si la clase media va a ser clave. Lo primero es terminar con el hambre y frenar la corrupción. Estamos viviendo un período de gran precariedad y es urgente implementar un sistema justo de redistribución del ingreso. Ante este panorama, la clase media debe elaborar una estrategia. De lo contrario no va a avanzar. Las asambleas barriales son importantes, pero corren peligro de debilitarse. La gente está atemorizada, y con razón. Tampoco ve posibilidades de empleo y entra en pánico. Se siente arrinconada, y esto es perjudicial porque no genera acciones plenamente solidarias.
–¿Cree que se sigue buscando una salida individual, fomentando por ejemplo en los jóvenes la idea de que fuera del país tendrán oportunidades, aun sabiendo que no es fácil vivir en el extranjero?
–Esa actitud forma parte de la desesperanza. Los mayores se resignan y los jóvenes piensan que acá no tienen nada más que hacer. Por eso no les importa repartir tarjetas para un restaurante en cualquier ciudad de España. Imaginan que pronto conseguirán algo mejor.