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Cuando traducir es un placer
Por Joaquin jorda*
Traducir El Danubio (¿o simplemente Danubio?: una opción que tardé mucho en resolver, que nunca quedó del todo resuelta y que ahora, tantos años después, me ha detenido, sin pulsar ninguna tecla, durante varios minutos) fue un placer. Era enfrentarse a una de esas tareas que añora cualquier traductor. El libro por el que avanzas raudo porque sientes prisa por saber que contendrá la página siguiente, pero en el que cada página terminada, a partir de un determinado momento, te entristece porque conduce de manera ineluctable al final del placer, la conclusión de la traducción, y el abandono de un mundo lleno de seducciones por el que has navegado durante varias semanas.
¿Cuál es la mayor seducción del libro de Claudio Magris? No lo sé. Dudo entre varias. El espectáculo de una exhibición de saber, de saberes, acompañada, cosa menos común de lo que parece, de una permanente inteligencia. La capacidad de subrayar, de manera casi imperceptible pero tremendamente eficaz, el pequeño, a veces mínimo, detalle capaz de iluminar el resto de la construcción. La humanidad del viajero-narrador, la peripecia personal que se adivina al trasluz, en filigrana, en cada una de sus páginas. El sugestivo enciclopedismo, tan vital y tan poco libresco, escasísimo en un mundo como el presente que abomina de lo amplio cuando no puede convertirlo en guía turística. Y tantas cosas más. Sigo sin saber explicarla, y renuncio a hacerlo. Me quedo únicamente con el placer, y es mucho, de que hace ya bastantes años empecé y terminé la traducción de El Danubio. Gracias, Claudio Magris.
* Traductor al español de El Danubio.
Nota madre
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