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Qué suerte para la desgracia
Por fernando d’addario
Una idea básica se desprende del juego esotérico que rodea la leyenda de Osvaldo Pugliese: el autor de Recuerdo fue un tipo que irradió el bien en un país al que le fue mal. No debe extrañar, entonces, que su figura sea invocada como una especie de antídoto sobrenatural, un atajo mágico para esquivar el destino fatal de los argentinos. Pero las referencias al azar, que suelen encubrir cierta autoindulgencia, apuntan elípticamente a otra cosa: las “suertes” y “desgracias” –cuyo recuento histórico ha inclinado notablemente la balanza hacia estas últimas– no son más que atajos para desviarse de las verdaderas cadenas de causalidades. Pugliese, más allá de su generoso anecdotario cabulero, fue un “ganador honesto”, complemento que no abunda en las arenas movedizas del arte y la cultura, habitualmente contaminadas con todo tipo de internas y mezquindades. Para un país que tiende –inconscientemente– a vincular la honestidad con el fracaso (tal vez para justificar el éxito de los deshonestos), Pugliese propone un camino distinto. Hay quienes pretenden inmovilizarlo en su condición de prócer, un status inocuo que lo deja descansar en el museo de las buenas causas. Otros limitan su influencia a la fe ciega que rige la existencia de las estampitas. Descansar en la “suerte” que da Pugliese implica aceptar el fin de la historia (tanto en el tango como en la vida). Tal vez sería más interesante retomar las señales que fue dejando a lo largo de su trayectoria: la de compatibilizar sus impulsos éticos y artísticos, por ejemplo. Porque si Pugliese tenía un concepto cooperativista a la hora de pagarles a sus músicos, su actitud tanguera lo corroboraba cotidianamente: abriendo el juego a otros compositores, auspiciando el progreso técnico, mirando siempre hacia adelante y en función de las mayorías. El futuro llegó, finalmente, y ni la Argentina ni el tango se parecen demasiado a sus ideales. ¡Qué mala suerte!