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Salvar la siesta

En su último libro, “La siesta asesinada”, el francés Philipe Delerm, que ya se ocupó de los pequeños placeres de la vida en “El primer trago de cerveza”, los completa con los pequeños displaceres, banales desastres cotidianos. Su asombroso poder de observación hace que la lectura de esos textos sea un otro regocijo.

 Por Sandra Russo

“Nos hallamos en la mitad fluctuante de una siesta, de esas en las que uno está despierto, con una revista para hojear, o mejor aún, una historieta que hace mucho que no leíamos. El tiempo se estira difuso. Son las dos o las tres de la tarde de un día de verano; el calor es sofocante. Ni siquiera nos asalta el leve remordimiento de perdernos algo: de todas formas, hace demasiado calor para pasear.” Así comienza su breve texto sobre la siesta el profesor de literatura francés Philipe Delerm, autor, hace unos años, de El primer trago de cerveza, un libro que trepó enloquecidamente a los primeros puestos de venta en Francia. Aquella vez, Delerm, un intelectual que además es entrenador de fútbol, se dedicó a rastrear con precisión de relojero los pequeños placeres de la vida. En esa ocasión, Fernando Savater escribió que para completar ese paisaje microscópico del alma humana Delerm debía añadir otra obra, sobre los pequeños malestares, esos tan sutiles que pasan inadvertidos. El guante fue recogido por Delerm en La siesta asesinada. ¿Por qué hablar de ese libro que trata sobre el displacer en esta sección dedicada al placer? Porque la puntada fina de Delerm es de tal precisión, que convierte en un placer el hecho de leer, reconociéndolas, esas situaciones banales, cotidianas, mínimas, en las que algún estado de gracia se quiebra.
Por ejemplo: estábamos como Delerm describía, holgazaneando una tarde de verano, en la cama, “suspendidos en una levitación invulnerable. Estamos de maravilla, separados del mundo: no somos prácticamente nada”. El autor cuenta que en ese limbo incluso es un placer escuchar a lo lejos, en la curva de la esquina, el ruido de los motores de los autos aminorando la marcha, y luego escuchar la breve aceleración que sigue. Pero cuando pase el enésimo automóvil, algo sucederá, algo terrible: “No tarda en llegarnos la elástica docilidad de los neumáticos mitigando su impulso en el asfalto reblandecido”. Uno, dentro de su burbuja de sopor, ya sabe a qué atenerse: todo se ha ido al traste. Alguien ha venido de visita. Sí, a alguien se le ocurrió pasar por nuestra casa una tarde de verano a la hora de la siesta. Como sádicos expertos, los visitantes, que son perfectamente conscientes de lo que están haciendo, estacionan el auto pero cierran muy suavemente las puertas, con “esa insidiosa suavidad que acompaña a las visitas que se presentan por sorpresa”. Las voces que logramos escuchar mientras nuestro limbo se va rompiendo lentamente también están apagadas. Los visitantes sorpresivos llevan a ese punto su saña: no nos permiten, siquiera, identificarlos rápidamente. Tendremos que mirar por la mirilla o por la ventana o abrir la puerta para saber exactamente con quién deberemos charlar sobre algo que no nos importa en un momento en el que no teníamos pensado charlar con nadie.
Delerm usa su bisturí para escarbar en situaciones como ésas. A lo largo de La siesta asesinada, leeremos con fruición y jamás excesivo detalle otros banales displaceres semejantes. Por ejemplo, el que da cuenta del encuentro, en un país extranjero, con unos vecinos a los que reconocemos pero con quienes jamás hemos intercambiado palabra. El encuentro tan lejos de casa (la nuestra y la de ellos) fuerza a un acercamiento. El primerimpulso es acercarnos, pero inmediatamente es aplastado por un segundo impulso de hacernos los distraídos: después de todo, ¿de qué vamos a hablar? Ellos nos ven. Se acercan. Y como quien no quiere la cosa, hay charla: el viaje, el día de llegada, el clima, las excursiones, el itinerario. Nos sentimos relajados y sumidos en una súbita confianza. Hasta dan ganas de citarnos esa noche para cenar juntos. Pero otra vez el primer impulso es aplastado por el segundo: si ya hemos charlado sobre el viaje y el itinerario, ¿de qué vamos a seguir hablando por la noche? Nos despedimos de ellos y, ya de vuelta en el barrio, nos cruzamos con ellos en el kiosco, pero ellos hacen que no nos ven y nosotros seguimos de largo.
Van desfilando muchas de estas situaciones diseccionadas con humor y poesía. El porte ligeramente inclinado de alguien, que a la distancia suponemos que busca ser acariciado por su acompañante pero que en realidad está hablando por un celular; la expresión peligrosamente ausente y amenazante de las viudas que juegan en las máquinas tragamonedas; el mecánico gesto de aprobación que nos vemos obligados a ofrendarle al peluquero cuando, terminado su trabajo, nos fuerza a mirarnos la nuca con un espejo en el que se refleja el otro espejo; las figuras geométricas de las que estamos empezando a disfrutar gozosamente en la playa, cuando tirados al sol con los ojos cerrados, nuestros párpados nos ofrecen extrañas y alocadas visiones que nos van sumergiendo en el sueño, y que de pronto son abortadas por esos padres o madres que les gritan a sus hijos que salgan del agua o que se pongan pantalla solar. Y hay una que es magistral, y que se comprende mejor viniendo de un francés: cuando en casa, tarde, de noche, con amigos, animados por la charla, hemos dejado pasar el tiempo, y nos viene hambre y espíritu gregario, y proponemos con énfasis compartir unos sandwiches, y ellos aceptan encantados, y de pronto uno de los dueños de casa le pregunta al otro: “¿Queda pan?”.

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