Por María Cristina Alonso *
Escribir es como hacer el amor. Primero surge una vaga idea, la ambigua imagen de lo que va a ser el texto. Este primer instante es inspirado e inconsciente, como esa primordial mirada que empieza a prometer algún tipo de intimidad pero que todavía no es nada definido, una ligera emoción, sólo eso.
Después vienen los rodeos, los encuentros con la palabra, los acercamientos y las distancias, las dudas, las ganas de huir de las complicaciones que el texto va a imponer, que la relación con el otro va a implicar.
Pero uno sigue, empiezan los borradores. En el comienzo del texto como en los comienzos de una historia de amor entran a pesar las experiencias previas, el recuerdo de otros textos que uno ha escrito, el recuerdo de otros amores. Surge el pánico de continuar, porque cuando uno arma un proyecto piensa inevitablemente en el éxito, pero también en el temor de no encontrar las palabras exactas, las caricias apropiadas sobre ese papel, o ese cuerpo, que es desconocido y que se va haciendo a medida que uno desliza las manos por las teclas, o por la piel.
Hay un momento, cuando el texto crece y la excitación aumenta, en que uno sabe que no va a poder parar, y es entonces cuando uno se entrega a esa magia del encuentro con el lenguaje, y se mete en él, y empieza a descubrir quién es uno de verdad. Es la etapa del gozo, el momento en el que el mundo se borra, y uno queda desnudo y se deja llevar por el descontrol de la imaginación. Las palabras suben y bajan, vuelven atrás, se rectifican, cambian de posiciones, retoman ideas inconclusas, se mojan y transpiran, se detienen, se derraman.
La página ya no está en blanco, el texto, tendido como los cuerpos, reposa hasta el próximo encuentro. Su relectura reanuda el placer de la escritura, como esas imágenes que los amantes repasan en la soledad de la noche, intentando con la memoria recuperar la suave textura de las caricias, esa música que sale del cuerpo, pero que se queda en el alma.
* Lectora.
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